En la casa grande ellos vivían en un piso y nosotros en otro. Podíamos pasarnos la vida sin verlos. Después de la tarde que vomité, resolví cerrar el capítulo del amor maternal. Se los dejé a Lucina. Que ella los bañara, los vistiera, oyera sus preguntas, los enseñara a rezar y a creer en algo, aunque fuera en la Virgen de Guadalupe. De un día para otro dejé de pasar las tardes con ellos, dejé de pensar en qué merendarían y en cómo entretenerlos. Al principio los extrañé. Llevaba años de estar pegada a sus vidas, habían sido mi pasión, mi entretenimiento. Estaban acostumbrados a irrumpir en mi recámara como si fuera su cuarto de juegos. Me despertaban tempranísimo aunque estuviera desvelada, jugaban con mis collares, se ponían mis zapatos y mis abrigos, vivían trenzados a mi vida. Desde esa noche cerré mi puerta con llave. Cuando llegaron en la mañana los dejé tocar sin contestarles. En la tarde les expliqué que su papá quería tranquilidad en los cuartos de abajo y les pedí que no entraran más.
Se fueron acostumbrando y yo también.