Nueva York rebosaba de ese bullicioso optimismo de quienes creen haberse adelantado al futuro. Por supuesto, Rask se había beneficiado de aquel crecimiento vertiginoso, pero para él se trataba de un acontecimiento estrictamente numérico. No se sentía obligado a viajar en las líneas del metro que se acababan de inaugurar. Había visitado algunos de los muchos rascacielos que se estaban levantando por toda la ciudad, pero nunca se le había ocurrido trasladar sus oficinas a uno de ellos. Veía los automóviles como una molestia, tanto en las calles como en las conversaciones. (Los coches se habían convertido en un tema recurrente y, para él, infinitamente tedioso, del que no paraban de hablar sus empleados y socios.) Siempre que podía, evitaba cruzar los puentes que unían las distintas partes de la ciudad, y no podían importarle menos las multitudes de inmigrantes que desembarcaban a diario en Ellis Island. Casi todo lo que pasaba en Nueva York lo vivía a través de la prensa, y, sobre todo, a través de la cinta de cotizaciones.