soy Yahvé, que te saqué de Ur de los Caldeos para darte este país en propiedad», la respuesta fue: «Adonai Yahvé, ¿cómo puedo saber que voy a poseer todo esto?». Era la duda sobre la elección, la más fuerte de todas las dudas. Y podía parecer una pregunta recelosa e insolente, como se le reprocharía a Abraham a lo largo de los siglos. Pero Yahvé no lo entendió así. Ordenó inmediatamente los preparativos para sellar –o «cortar», que significa lo mismo– la primera alianza con Abraham.
Más de veinte años después, llegó el momento de otra pregunta, y esta vez fue el mismo Abraham quien se asustó de su atrevimiento: «¡Heme aquí, decidido a hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza!». Este era el signo diferenciador: si el polvo y las cenizas no podían dirigirse a su Señor, podrían seguir siendo lo que eran y toda la historia podría ser historia natural. Pero, si podían hablar, entonces también la elección y la consiguiente intimidad con el Señor eran posibles.