Yo tomo cerveza. Me gusta la cerveza. Sus burbujas contenidas, el sabor amargo que de forma instantánea el cuerpo rechaza perque es —con el tiempo— lo que permite una ingesta potencialmente infinita; el hecho de que se tenga que tomar helada. Ese momento de duda cuando me siento en un bar y me preguntan qué voy a tomar; nunca un agua con gas o una Coca Cola. Si me siento en un bar con un libro, pido una cerveza. Si me siento frente a la computadora a escribir, abro una cerveza. El sonido que hace una lata de cerveza cuando se la abre, esa fuga de gas diminuta y simple. Servir el líquido en un vaso, observar cómo su temperatura se traslada al vidrio. La mejor cerveza siempre es la primera, pero la primera cerveza sucede demasiado rápido. En minutos no más ya tengo en la mano la segunda. Me gusta que el estado alcohólico se estructure en mí de forma gradual, en plena lucidez. Que no traiciona, la cerveza. No me marea de repente, nunca voy a encontrarme, bebiendo cerveza, de repente perdida. Me gusta de la cerveza que siento que me hace compañía. Es un hábito que no vulnera la contundencia de la estructura, incluso la asiste, la posibilita.