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Clive Staples Lewis

La silla de plata

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    unos a otros relatos sobre las ciudades que yacen muchas brazas por debajo de ellos. Si alguna vez tienes la suerte de ir a Narnia, no olvides echar un vistazo a esas cuevas.
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    armas en las manos que se abalanzaban sobre ellos. Pues, con la energía de Aslan en su interior, Jill empleó la fusta para las chicas y Caspian y Eustace la hoja plana de sus espadas para los chicos con tal eficiencia que en dos minutos todos los matones corrían como locos, chillando:

    —¡Asesinos! ¡Tiranos! ¡Leones! No es justo.

    Y luego, la directora llegó corriendo para ver qué sucedía. Al ver al león y la pared rota y a Caspian, Jill y Eustace (a los que no reconoció) tuvo un ataque de histeria y regresó a la escuela, donde empezó a llamar a la policía con historias sobre un león huido de un circo, y presos fugados que derribaban muros y empuñaban e
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    tanto que el noble rostro miraba hacia sus propias tierras. En aquel mismo instante Jill vio figuras que conocía muy bien ascendiendo a la carrera por los laureles en dirección a ellos.

    Casi toda la banda estaba allí: Adela Pennyfather y Cholmondely Major, Edith Winterblott, «Manchas» Sorner, el gran Bannister y los dos odiosos gemelos Garrett. Pero de repente todos se detuvieron. Sus rostros cambiaron y toda la mezquindad, engreimiento, crueldad y actitud furtiva casi desapareció reemplazada por una única expresión de terror; pues vieron que la pared había caído, a un león tan grande como un elefante tumbado en la abertura y a tres figuras con ropas fastuosas y
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    Los condujo rápidamente a través del bosque, y antes de que hubieran dado muchos pasos, el muro de la Escuela Experimental apareció ante ellos. Entonces Aslan rugió de tal modo que el sol se estremeció en el cielo y nueve metros de pared se derrumbaron ante ellos. Por la abertura contemplaron el macizo de arbustos de la escuela y el tejado del gimnasio, todos bajo el mismo cielo otoñal y gris que habían visto antes del inicio de su aventura. Aslan se volvió hacia Jill y Eustace, y lanzó su aliento sobre ellos y les rozó las frentes con la lengua. A continuación se tumbó en medio de la abertura que había abierto en la pared y volvió el dorado lomo en dirección a Inglaterra en
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    —Hija—indicó Aslan a Jill—, arranca una vara de ese arbusto.

    Así lo hizo ella; y en cuanto estuvo en su mano se convirtió en una fusta de montar magnífica.

    —Ahora, Hijos de Adán, desenvainad las espadas—ordenó Aslan—. Pero usad únicamente la hoja plana, pues es contra cobardes y niños, no guerreros, contra los que os envío.

    —¿Vienes con nosotros, Aslan?—preguntó Jill.

    —Ellos sólo verán mi espalda—indicó el león.
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    —Pero—siguió Eustace, mirando a Aslan—. ¿No se ha … muerto?

    —Sí—respondió el león con una voz muy tranquila, casi (pensó Jill) como si se riera—. Ha muerto. Mucha gente lo ha hecho, ya sabes. Incluso yo. Hay muy pocos que no hayan muerto.

    —Vaya—intervino Caspian—, ya veo qué te preocupa. Crees que soy un fantasma o alguna tontería así. Pero ¿no lo comprendes? Lo sería si ahora apareciera en Narnia, porque ya no pertenezco allí. Pero uno no puede ser un fantasma en su tierra. Podría serlo en vuestro mundo, no sé. Aunque su
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    Caspian, muerto, con el agua fluyendo sobre él como cristal líquido. La larga barba blanca se balanceaba en ella como una hierba acuática, y los tres se detuvieron y lloraron. Incluso el león lloró: lágrimas enormes de león, más preciosas que un diamante macizo del tamaño de la Tierra. Y Jill advirtió que Eustace no parecía un niño gimoteando ni un muchacho que llora e intenta ocultarlo, sino un adulto que llora de pena. Al menos, así fue como mejor pudo describirlo; pero en realidad, como dijo la niña, las personas no tenían una edad concreta en aquella montaña.

    —Hijo de Adán—dijo Aslan—, entra en esos matorrales, arranca
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    junto a un hermoso arroyo de agua cristalina. Vieron entonces que se encontraban de nuevo en la Montaña de Aslan, muy por encima y más allá del final de aquel mundo en el que se encuentra Narnia. Sin embargo, lo curioso era que la música fúnebre por el rey Caspian seguía sonando, aunque era imposible saber de dónde procedía. Andaban junto al arroyo y el león avanzaba por delante de ellos: y la criatura se tornó tan hermosa y la música tan desconsolada que Jill no sabía cuál de las dos cosas era la que llenaba sus ojos de lágrimas.

    Entonces Aslan se detuvo, y los niños miraron al interior del arroyo. Y allí, sobre la dorada grava del lecho del río, yacía el rey
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    gente. Habéis llevado a cabo la tarea para la que os envié a Narnia.

    —Por favor, Aslan—dijo Jill—, ¿podemos ir a casa ahora?

    —Sí; he venido a llevaros a casa—respondió él.

    Abrió la boca de par en par y sopló; pero en aquella ocasión no les pareció volar por los aires: era más bien como si ellos permanecieran inmóviles y el salvaje aliento de Aslan se llevara con él el barco, el rey difunto, el castillo, la nieve y el cielo invernal. Pues todas aquellas cosas desaparecieron flotando como volutas de humo, y de repente estaban de pie en medio de una fuerte luminosidad proyectada por un sol de pleno verano, sobre una hierba mullida, entre árboles enormes, y
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    Se dieron la vuelta y vieron al león en persona, tan brillante y real que todo lo demás pareció al momento pálido y desdibujado comparado con él. Y en menos tiempo del que hace falta para respirar Jill se olvidó del difunto rey de Narnia y recordó únicamente cómo había hecho caer a Eustace por el precipicio, y cómo había ayudado a echar por la borda casi todas las señales y también todas las discusiones y peleas. Y deseó decir «lo siento» pero le fue imposible hablar. Entonces el león los atrajo hacia él con los ojos, se inclinó, rozó sus rostros pálidos con la lengua y dijo:

    —No penséis más en eso. No siempre vengo a regañar a la
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