que el intento de hacer que esa frase se convierta en una verdad visible: el Señor está presente –así lo creían y lo sabían nuestros ancestros–; por tanto, los árboles deben ir a su encuentro, inclinarse ante él, convertirse en alabanza de su Señor. Y, fundados en la misma certeza de fe, esos ancestros nuestros hicieron que también fuesen verdad las palabras que refieren el canto de los montes y colinas: ese canto que ellos entonaron sigue resonando hasta nuestros días y nos permite presentir algo de la cercanía del Señor –la única que podía regalar al ser humano sones semejantes–.
Hasta una costumbre aparentemente tan exterior como la repostería de Navidad tiene sus raíces en la liturgia de Adviento de la Iglesia, que en esos días de fin de año evoca la magnífica frase del Antiguo Testamento que dice: «Aquel día, los montes destilarán dulzura y las colinas manarán leche y miel». Los hombres de aquellos tiempos habían visto en esas palabras la síntesis de sus esperanzas en un mundo redimido. Y una vez más se dio que nuestros ancestros celebraron la Navidad como el día en que Dios vino realmente. Si Dios viene en la Navidad, reparte, por decirlo así, la miel. Por tanto, tiene que ser verdad que la tierra mana esa miel: donde él esté, desaparece toda amargura, coinciden el cielo y la tierra, Dios y hombre; y la miel, la repostería de miel, es un signo de esa paz, de la concordia y la alegría