Antichrista

Sólo nos quedaba esperar el retorno de la hija pródiga.

Revelé las fotos al día siguiente.

Desde mi pubertad, detestaba mi físico.

Y, sin embargo, me sentía extrañamente orgullosa de ello. Si me habían engañado había sido porque, por un instante, había querido a alguien. «Soy de los que aman y no de los que odian», declara la Antígona de Sófocles. Nunca se dijo nada tan hermoso.

sombra de una sombra, la rechazaba de lleno.
¿Cómo había podido creer que con Christa podría haber sido «porque ella era ella y porque yo era yo»?

Yo tenía una visión sublime de la amistad: si no era Orestes y Pílades, Aquiles y Patroclo, Montaigne y La Boétie, si no era porque él era él y porque yo era yo, entonces no me interesaba. Si dejaba un resquicio para la mínima bajeza, para la mínima rivalidad, para la sombra de la envidia, para la som

Me reconocía en ella: transmitía tal malestar que siempre estaba sola, ya que nadie deseaba compartir su tormento.

No eran deseos lo que me faltaban: algunos de los que experimentaba eran vastos como el cielo. ¿Pero qué deseaba? No tenía ni idea. Intentaba imaginar, con esos chicos, los gestos del amor físico: ¿era eso lo que deseaba? ¿Cómo saberlo? Era una ciega en un país de colores. Por aquellos desconocidos, quizá sólo sentía curiosidad.

Pero para el besuqueo, siempre estaba dispuesta. Aquella actividad me fascinaba. Ese contacto me maravillaba, ya que permitía no hablar y, sin embargo, tener un singular conocimiento de la otra persona.

tensado hasta el punto de romperse, la flecha y, sobre todo, el momento sublime de soltar la cuerda, el surgimiento de la flecha surcando el aire, la tensión hacia el infinito, y ya el declive caballeresco, puesto que, pese al deseo del arco, su alcance será finito, mensurable, impulso vital interrumpido en pleno vuelo. La arqueada era el avance por excelencia, del nacimiento hasta la muerte, pura energía consumida en un instante.