Habitación con retratos. Ensayos sobre la vida de Octavio Paz (vol. 2)

El 21 de diciembre de 1996 ocurrió el incendio en su departamento y la mudanza, casi un destierro, a un hotel.

Desde que apareció el primer número de Plural se nos acusó de “elitistas” y de publicar textos incomprensibles. No era exagerada la acusación: los populistas tienen una idea más bien baja de la inteligencia y la sensibilidad de la gente. En el fondo del populismo hay un gran e inconfesado desprecio por el pueblo.

Propenso al pensamiento mágico, creía en sincronicidades, casualidades y toda suerte de mancias, atento a las muchas señales insinuantes de que algo nos gobierna. (Presencié el desasosiego que le causó un número ominoso: el 383 de la Casa Alvarado, en la calle Francisco Sosa, en el que leyó que su muerte ocurriría el mes tercero de su año 83: falló por un mes.)

La política como rectora de la ficción parecía condenarlo todo a la estupidez. Lo sucedido nos hacía asistir, escribe Paz, “no al triunfo de la ideología verde, roja o negra sino al triunfo del color gris, el color del conformismo y la pasividad. ¿Por cuánto tiempo?”

Lo extraordinario no es que Plural haya provocado ataques –ésa es la suerte de todas las revistas vivas– sino la respuesta del público. Jamás en la historia de la literatura hispanoamericana una revista literaria había tenido tantos y tan atentos lectores. Se equivocaron los que nos acusaron de “elitismo”. El público mexicano ha demostrado ser más curioso, abierto e inteligente de lo que suponen los que se empeñan en mantenerlo en una perpetua minoría de edad.

En esos días de Herat tuvo tiempo de escribir una carta a Victoria Ocampo en la que explica un poco la atracción que ejerce sobre su ánimo castigado hallarse en Afganistán: lo primero es que no es “Delhi, que es una ciudad antipática”; y menos la India, “inmenso pudridero (nada ha muerto del todo y nadie está enteramente vivo)”.

Plural habría logrado ser una revista que por fin reunía los tres principios rectores de la idea de Paz, conciencia, confluencia, independencia, y había cumplido con creces sus objetivos: no solo había publicado la mejor literatura en español de esos años férvidos y, en traducción, la mejor del mundo (su catálogo de colaboradores novedosos es hoy el canon del siglo XX), sino que había incitado el interés en posturas críticas e innovaciones intelectuales inéditas en México, de la antropología de Lévi-Strauss a la lingüística de Roman Jakobson. Evadió las satisfacciones sentimentales de lo “popular” y recibió (¿cuándo no?) las obligadas acusaciones de “elitismo” (“los populistas tienen una idea más bien baja de la inteligencia y la sensibilidad de la gente”, escribió Paz al respecto, repitiendo lo que en su momento dijeron Alfonso Reyes y Jorge Cuesta).

El totalitarismo no es el fruto de la maldad ingénita de este o aquel pueblo; allí donde el hombre es simplemente un medio, un instrumento o un objeto de especulación, allí germina el totalitarismo.

Nada le hace más falta a nuestros pueblos que practicar el examen de conciencia. Es el arte más difícil –y el más urgente. Aprender a dudar es aprender a pensar.

La cuota de Paz para entregarse a empresas colectivas comenzaba a agotarse. Nunca había dudado a la hora de ejercer un esprit de corps en años en que toda iniciativa suponía una pequeña colectividad.