Ay, si usted supiera las veces que me he enamorado así…
—Pero ¿cómo es eso? ¿Y de quién?
—Pues de nadie, de un ideal, de aquella con la que haya soñado. En mis sueños creo novelas enteras. ¡Huy, usted no me conoce! Claro que habré tratado con dos o tres mujeres —de otra forma no se puede—, pero ¿qué mujeres eran? No eran más que dueñas que… Pero le estoy haciendo reír, le contaré que más de una vez he pensado en ponerme a hablar así por las buenas, en la calle, con alguna aristócrata, cuando estuviera sola, claro está. Hablar con timidez, por supuesto, con respeto y pasión. Decirle que perezco en soledad para que ella no se aparte de mí, que no tengo métodos para conocer siquiera a una sola mujer, sugerirle que incluso es su obligación como mujer no rechazar una súplica tan tímida de alguien tan desgraciado como yo. Que, finalmente, todo lo que pido es que me digan con simpatía dos palabras fraternales, que no me aparten a la primera, que crean en mí de palabra, que escuchen atentas lo que voy a decir, que se rían de mí si quieren, que me infundan esperanzas, que me digan dos palabras, dos palabras nada más, y luego no importa si no nos vemos más… Pero se ríe usted… Bueno, también hablo para eso…
—No se enoje, me río porque es usted su propio enemigo y, si lo intentara, lo conseguiría, puede que aun en la calle le salga bien. Cuanto más sencillo, mejor le saldrá… Ni una sola mujer buena, a no ser que sea tonta o, sobre todo, que en ese momento esté enfadada por algo, se resolvería a echarlo a usted sin esas dos palabras que ha implorado tan tímidamente… Aunque yo le tomaría por un loco, sin duda. De hecho, así le juzgué. ¡Bien sé yo qué gente hay por ahí!