S.J. Kincaid

Tom, si hay un impacto donde estás tú o donde estoy yo, quiero que sepas que no te odio por lo que hiciste. Eres una de las pocas personas que han tratado de hacer algo así por mí. Gracias.
Una repentina nostalgia se apoderó de él. Ojalá hubiéramos tenido tiempo. Ojalá hubieras estado más cerca, habría podido abrazarte siquiera una sola vez en persona, sin avalares…
Basta, Tom.
No hay tiempo, lo sé. Lo sé.
No, te estás poniendo demasiado cursi. Enfrentemos el apocalipsis con un poco de dignidad. Fue genial conocerte.
A ti también.

Tom y Vik se miraron.
—¿Qué? —preguntó Wyatt al verlos.
—Yo también tengo que decirte algo —Vik dio un suspiro y apoyó los codos en la mesa—. Enslow: el cielo es azul.
—Wyatt, tienes que saber esto —agregó Tom, señalando la mesa—. Esto es una mesa.
—Tengo un tenedor en la mano —anunció Vik, levantando un tenedor para que ella lo viera.
—Vik usa tenedores para llevarse la comida a la boca —explicó, Tom mientras Vik hacía la mímica. Y simuló asombro de ver a alguien usando un tenedor para comer.

Ahora, en la era de la singularidad, las cosas ocurrían con más rapidez. El centro de entrenamiento se había instalado en San Francisco, y el general Marsh había sido elegido para encabezarlo. La primera tanda de astronautas estaba formada por muchos de los Cadetes Intrasolares, sin importar sus países.