Xavier Monteys

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    unos dibujos interesantes sobre estos espacios en los que se pone de manifiesto la vinculación de las viviendas con la calle a través de las ventanas.
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    “Desde muy niño tuve que interrumpir mi educación para ir a la escuela”, afirmaba George Bernard Shaw.94 La calle educa, pero no lo hace entre algodones.
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    Hay una primera razón por la que pensar en esto y esta es que una calle con niños posee una cualidad que percibimos inmediatamente, una calle así es segura y en cierto sentido la asociamos a un componente doméstico.
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    Juan es un niño atónito, que cuando asoma por las tardes al portal de su casa con el babero recosido y limpio, llevando en las manecitas la onza de chocolate y el cato de pan moreno que le han dado para merendar y contempla el abigarrado aspecto de la calle desde la penumbra del zaguán, se siente sobrecogido por el espectáculo del mundo, y se queda allí un momento asustado, sin decidirse a saltar al arroyo. Cuando, al fin, se lanza a la aventura de la calle, lo hace tímidamente, pegándose a las paredes, con la cabeza gacha, la mirada al sesgo, callado, paradito, atónito.
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    Juan es muy poquita cosa, y la calle, en cambio, es demasiado grande, tumultuosa y varia. Es una calle tan grande y tan varia como el mundo. Juan no lo sabe, pero la verdad es que lo que él quisiera, callejear libremente, ser amo de la calle, es tan difícil como ser amo del mundo. Los niños que no se asustan en una calle como aquella y a fuerza de heroísmo la dominan, podrán dominar el mundo cualquier día. En todo el mundo no hay más que lo que hay en aquella calle de Juan; ni más confusión, ni peores enemigos, ni peligros más ciertos.
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    Vive Juan en una casa de la calle Ancha de la Feria —la casa señalada con el número 72—, en la que ha nacido. Nacer en la calle Ancha de la Feria y encararse con la humanidad que hierve en ella apenas se ha cansado uno de andar a gatas y se ha levantado de manos para afrontar la vida a pecho descubierto, es una empresa heroica, que imprime carácter y tiene una importancia extraordinaria para el resto de la vida, porque súbitamente la calle ha dado al neófito una síntesis perfecta del Universo. Los sevillanos, que son muy vanidosos, advierten la importancia que tiene esto de haber nacido en la calle Ancha de la Feria y lo exaltan. Es algo tan decisivo como debió serlo nacer en el Ática o entre los bárbaros. Lo que no saben los sevillanos —y si se les dijese no lo creerían— es que tan importante como haber nacido en la calle Ancha de la Feria es nacer en cualquiera de las quince o veinte calles semejantes —no son más— que hay por el mundo. Calles así las hay en París, en los alrededores de Les Halles, en cuatro o cinco ciudades de Italia, sobre todo en Nápoles, y aún en Moscú, allá por el mercado de Smolensk. Hasta quince o veinte en el vasto mundo. Aunque los sevillanos no quieran creerlo. Estas calles privilegiadas son el ambiente propicio para la formación de la personalidad, el clima adecuado para la producción del hombre, tal como el hombre debe ser. Son esas calles que milagrosamente llevan varios siglos de vida intensa, sin que el volumen de su pasado las haya envejecido, son viejas y no lo parece; sin que se les haya olvidado nada, viven una vida actual febril y auténtica, vibrando con la inquietud de todas las horas; en cada generación se renuevan de manera insensible y naturalísima: a las tapias del convento suceden los paredones de la fábrica, el talabartero deja su hueco al stockista de Ford o Citroën, en el corralón de las viejas posadas ponen cinematógrafos y por las calzadas por donde antes saltaban las carretelas zigzaguean los taxímetros. Esta evolución constante les da una apariencia caótica por el choque perenne de los anacronismos y sinsentidos. Ya ha surgido el gran edificio de las pañerías inglesas, y aún hay al lado un ropavejero; todavía no se ha ido el memoralista y ya está allí empujándole a morirse la cabina del teléfono público; junto a la hermandad del Santísimo Cristo de las Llagas está el local del sindicato marxista; aún no se ha arruinado del todo el
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    La calle es una buena síntesis del mundo. Lo que intuitivamente aprende el niño que se ha criado en su ámbito tumultuoso tardarán mucho tiempo en aprenderlo los niños que esperan a ser mayores en la desolación de los arrabales recientes o en el fondo de los viejos parques solitarios. Los niños que nacen en estas calles se equivocan poco, adquieren pronto un concepto bastante exacto del mundo, valoran bien las cosas, son cautos y audaces. No fracasarán.97
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    Así es la casa también, precisamente una mezcla de edades y de actividades, una casa que al igual que la calle incorpora y suma, y sin eso que incorpora sería apenas un bastidor, una tramoya. La casa, como la calle, trae consigo el tiempo, lo fagocita; así ha sobrevivido a los diversos futuros que le han vaticinado. La calle, desde cierto anonimato, con algunos rasgos que permiten recordarla y que ayudan a situarse en ella, es un fondo en el que se encajan y suceden las acciones, aquellas que acrecientan su interés y agrandan su leyenda.
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    La pintura brinda la posibilidad de asomarse a calles que ya no vemos del mismo modo. Hasta que la fotografía no tomó las riendas de este asunto de retratar la ciudad, la pintura, junto con la literatura, era el único vehículo para poder formarnos una idea de cómo eran las calles antes.
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    La lluvia expresa bien, como un tema común a cierta pintura, su condición de ser una cosa urbana. La lluvia se hace visible en la ciudad con la ayuda de los paraguas. Los paraguas se convierten en un mcguffin, por usar una expresión de Alfred Hitchcock, tal como él mismo la utilizó en su película Enviado especial (1940) para connotar una escena en Ámsterdam.
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