Sarah Moss

arrastraba mis dedos y el brezo exploró mis piernas, desnudas bajo la túnica. Entendía por qué mi padre amaba estos parajes, esta vida al aire libre

Me había negado a dormir con esa túnica rasposa que mi padre insistía en que me pusiera aun a falta de cualquier prueba que demostrara cuál era la ropa de dormir y la diurna que vestían los britanos; pero, incluso a través del pijama de felpa, el jergón relleno de paja pinchaba, olía a granja y crujía como si hubiera unos mamíferos diminutos retozando en él cada vez que me movía.

En algunas de las casas había trozos de niños muertos enterrados en la entrada para tener buena suerte o protección frente a algo peor

Entonces, ¿tienes intención de estudiar arqueología?, me preguntó Dan. Me encogí de hombros. No sé, respondí, no es que tenga intención de hacerlo, la verdad; no creo, preferiría conseguir un trabajo, ponerme en marcha. En aquel entonces todavía había becas

Nos habíamos detenido allí para comernos nuestros sándwiches y entorné los ojos mientras imaginaba que en el viento oía las conversaciones árabes de los soldados sirios que habían excavado fosos y alzado piedras dos mil años atrás.

Los bordes de los escalones de madera del cercado tocan tus huesos, un guijarro inadvertido te deja sin respiración

Ése era uno de los temas favoritos de mi padre: la manera en que las mujeres permiten que sus cañerías configuren su relación con la Vida al Aire Libre. De hecho, dijo Molly, a las chicas no les cuesta más hacer pis que a los chicos; el problema no es fisiológico: es el miedo de los hombres a los cuerpos de las mujeres. Si nos dejaran bajarnos las bragas y acuclillarnos junto a una tapia como hacéis vosotros cuando os sacáis el pito y meáis en la tapia, entonces no habría problema; lo que pasa es que todos actuáis como si una vagina fuera a escaparse y a comeros si no se le pone un bozal.

hombros, dejé que se apartara de mis omoplatos, sentí cómo se me endurecían los pezones, al igual que los de ella, mientras deslizaba mi cuerpo hacia adelante y los sumergía en la fría agua de la ciénaga. Me los toqué, observé cómo cambiaba la forma de mis pechos. Me eché agua en la cara, cerré los ojos y vi mi sangre roja a la luz del

su cinturón de cuero de la Edad del Hierro. Ponte de pie contra ese árbol, dijo, un serbal no mucho más alto que yo, sobre cuyo tronco, no más ancho que mi cara, apoyé mi frente; y cuando él alzó el brazo, me golpeó y volvió a alzarlo, mientras el cinturón restallaba en el soleado aire, me concentré en el árbol que estrechaba con mis manos, en las células de sus hojas haciendo la fotosíntesis con el sol de la tarde

si no le buscaras las cosquillas todo el rato, él no lo haría. Lo sé, dije, yo no quería, a veces lo hago a propósito, pero esta vez no. Bueno, dijo, limítate a no volver a hacerlo, fuera lo que fuera: ya hay suficientes cosas que lo molestan aquí