Alicia Kennedy

A través de la comida, puedo conocerme: soy, para ser sincera, una maniática del orden que aspira a alcanzar un equilibrio imposible con el planeta.

Escribo tanto que mi yo del pasado se convierte en una extraña que me ata a un compromiso constante con la cultura culinaria, periodística y política.

A través de mí misma, intento comprender eso que trasciende a los seres humanos y nuestra relación con los demás, los animales y la ecología.

Esto encaja con el plan de Starbucks, derivado de la «teoría del tercer lugar» del sociólogo urbano Ray Oldenburg. Acuñó aquella expresión en su libro publicado en 1989 The Great Good Place, en el que afirmaba que necesitamos espacios públicos más allá del hogar (primer lugar) y el trabajo (segundo lugar) como centros comunitarios funcionales.

La cadena, al intentar ser ese terreno neutral y acogedor, se ha convertido en un lugar práctico tanto para el tercer lugar como para la filosofía Coca-Cola de Andy Warhol: «Una Coca-Cola es una Coca-Cola y ni siquiera todo el dinero del mundo podría conseguirte una mejor que la que se está bebiendo el vagabundo de la esquina».

«Al hacer un uso innovador de la multitud de sabores, paisajes y colores que los rodean, algunos cocineros están intentando recuperar un sentimiento de terruño y herencia para los platos que preparan en sus cocinas», afirman los autores del artículo.

«Ante especies infrautilizadas, los cocineros se convierten en “exploradores gastronómicos” y catadores “vírgenes”, puesto que los nuevos sabores y texturas que la biodiversidad aporta al paladar son capaces de fomentar la creación de elaboraciones hasta ahora insospechadas».

El salario nunca se menciona como factor que afecta a las decisiones alimentarias; nunca sale a relucir que la falta de tiempo y dinero fomentan el consumo de esa comida rápida y procesada a la que le echan la culpa.

Cuando en el precioso artículo «My Appetites» leo al crítico de arte Jerry Saltz hablar de sus extraños hábitos cafeteros y alimentarios, frutos de un trauma infantil y ejemplificantes de su total dedicación a su oficio, pienso de nuevo en ese vínculo perversamente estadounidense entre la salvación y la delgadez, en cómo promueve una visión muy individualizada y no comunitaria de la comida.

Entender de otra manera el papel de los cocineros resulta de gran ayuda porque, gracias a ello —a ese esfuerzo por pensar en la alimentación y la conservación en lugar de en la gloria y el ego—, puede adoptarlo cualquiera que cocine, ya sea ñoquis de apionabo o patatas fritas.