Humberto Beck

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    La necesidad de pensar de nuevo estos asuntos —una de cuyas señales es la reactivación de las inquietudes igualitarias en nuestra época— impone una demanda: la de contar con lenguajes apropiados para la crítica de las exclusiones, opresiones y desigualdades generadas por las más recientes olas de tentativas modernizadoras.
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    En el corazón de la modernidad existe una contienda entre dos principios que pueden aspirar, tanto histórica como conceptualmente, a encarnar con legitimidad las ambiciones de lo moderno. Estos dos valores son la autonomía y la instrumentalidad, cuyo lugar en el proyecto de la modernidad se puede explicar, a grandes rasgos, de la siguiente manera. La modernidad propone una autofundación del mundo de lo humano, un rechazo a cualquier forma de exterioridad o heterogeneidad —ya sea “Dios”, “lo sagrado”, “el pasado” o “la tradición”—. La sociedad y los esfuerzos humanos tienen sentido como ese acto de autofundación, esa voluntad de ruptura con cualquier fuente normativa externa a lo puramente racional y mundano. Una manifestación representativa de esta promesa es la teoría moderna del sujeto —el “pienso, por lo tanto, existo” de Descartes—, que concibe la subjetividad como una entidad estrictamente racionalista, “trascendente” a cualquier determinación del ámbito material o de la historia, cuyo fin normativo es su propia autocreación, es decir, la afirmación de su autonomía con respecto a cualquier forma de determinación externa, como las circunstancias de la autoridad política o cultural —en palabras de Kant, la “salida de su minoría de edad”—. Esta autofundación de lo humano es el contenido fundamental de la autonomía.
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    Ahora bien, la autonomía requiere una afirmación del “mundo” —el orden de lo material, de los elementos naturales y también, desde el siglo XVIII, de la sociedad y de la vida personal— como una entidad sometida a la voluntad de dominio y transformación del sujeto racional, es decir, como objeto de la manipulación técnica. Desde esta perspectiva moderna, el mundo y sus componentes, sus materiales tanto físicos como sociales, están ahí como potenciales medios para los fines del sujeto autónomo. Emancipado de la relación de dependencia con un orden tradicional o simbólico, del vínculo con cualquier “afuera”, “antes” o “más allá” de la razón, el sujeto busca expresar y afirmar su autonomía en y mediante el dominio tecnológico del mundo. Así, en una primera faceta o momento de lo moderno, el lazo entre los principios de la autonomía y la instrumentalidad ocurre bajos los términos de una afinidad electiva.
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    No obstante, en otra faceta o momento de lo moderno, el principio de la instrumentalidad, que históricamente había perma­necido condicionado por los preceptos normativos de la moral o la religión, rompe con cualquier limitación cultural en nombre, precisamente, de la búsqueda, material y simbólica, de la autonomía. Emancipada de sus límites, la instrumentalidad conoce en los tiempos modernos una realización exuberante, que mejora poderosamente la eficiencia en todos los terrenos de la acción humana. Muy pronto, sin embargo, las consecuencias de esta emancipación de la técnica comienzan a ser perceptibles. La expansión del dominio tecnológico, además de dar lugar a incrementos insospechados de la productividad, también genera “efectos colaterales” dañinos, como el deterioro y contaminación del medio ambiente o el trastorno de los vínculos sociales y comunitarios. Ante la oleada de secuelas perjudiciales, para algunos observadores comienza a ser pertinente la pregunta de si el progreso técnico consumado en nombre de la autonomía no termina por estropear o destruir más cosas de las que mejora o produce.
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    Desarraigada del conjunto de relaciones culturales y éticas, ajena a cualquier otro criterio que no sea ella misma, la técnica en el mundo moderno amenaza con convertirse en un sistema autónomo que, obedeciendo a la lógica implacable de la eficiencia, tiende a colonizar progresivamente todos los ámbitos de la existencia.
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    El proyecto de la escolarización universal y obligatoria, por ejemplo, transmuta el aprendizaje en una mercancía llamada educación, y no solo inutiliza las capacidades innatas de aprender, sino que, por medio del sometimiento a procesos escalonados de formación certificada, constituye una sofisticada máquina de discriminación.
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    Illich consideró la escolarización, así como el crecimiento desmedido de la institución médica o de los transportes motorizados, como rituales creadores de mitos: procesos que, al constituirse como monopolios radicales de la satisfacción de una necesidad previamente construida, no producen conocimiento ni salud ni igualdad, sino sus inversos: transforman a los individuos en aditamentos de los artefactos y desfavorecen a más personas de las que pueden ayudar.
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    Cuando el entorno urbano se configura en función de los automóviles, las oportunidades para ejercer el uso de nuestros pies se vuelven cada vez más inaccesibles. Así, la expansión sin límites de la productividad priva a individuos y comunidades de la libertad de actuar autónomamente: sentencia que la única forma de consumo es el industrial. Illich bautizó a este fenómeno de la alienación de los valores de uso por la propagación de la producción en gran escala de valores de cambio con el nombre de contraproductividad.
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    La contraproductividad se hace presente cada vez que “las herramientas, al crecer más allá de cierta intensidad, se transforman inevitablemente de medios en fines y frustran la posibilidad del logro de un fin”.
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    En suma, el pensamiento de Illich representa, como hemos visto, una potente interpretación de la relación entre medios y fines característica de la modernidad. Para Illich, rebasados ciertos límites, la producción industrial subvierte la naturaleza positiva de esta relación: por el fenómeno de la contraproductividad, la técnica termina por generar lo opuesto de lo que en principio se propone y los medios devienen fines en sí mismos, en detrimento de su fin primario, que era la afirmación de la autonomía. Además, más allá de ciertos umbrales, la expansión tecnológica convierte a la naturaleza y las relaciones personales en mercancías porque produce un entorno en el que la satisfacción de una necesidad se vuelve sinónimo del consumo de un producto y ya no de la ejecución de una capacidad independiente o la realización de una acción comunitaria. Como respuesta a esta situación, Illich propone —mediante el establecimiento de límites a las herramientas y la recuperación de los ámbitos de comunidad— la construcción de una sociedad convivencial, es decir, aquella en la que las herramientas mantienen con respecto a sus operadores el tipo de arreglo proporcional entre medios y fines favorable a la autonomía.
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