Maia Debowicz

Mi papá se quedó helado, pero a los dos segundos le hizo una pregunta que me recordó al antiguo Carlos que, había creído, ya no iba a volver:

—¿Qué día estimás que se va a morir?

De repente, apareció ese papá que necesita tener todo organizado, también la muerte

Pese al pronóstico fatal, Guillermo despertó a la mañana siguiente fresco como una lechuga. Mi papá estaba indignado de que no hubiera muerto

Leí el nombre de mi tío escrito en letras doradas sobre el ataúd y entonces comprendí que había muerto y que mi padre se había quedado sin el único testigo de su historia.

Encontrar un ritual para demostrarle a mi papá que no se había quedado solo pese a la muerte de Guillermo me traía algo de alivio.

No sé si será por lo diminutos, pero cuando somos niños la alegría parece no caber en el cuerpo. A veces los padres no saben cuánto espacio ocupan las emociones en el cuerpo de un niño; todo es muy intenso, las alegrías y también las tristezas. No se deben minimizar las tragedias cotidianas de los niños, por más ridículas que parezcan a ojos de los adultos.

Los peluqueros son tan esenciales en nuestra vida como una almohada mullida para poder dormir. Una charla en esa silla que subía y bajaba, mirarlo en el espejo mientras él tocaba mi pelo, me salvó más de una vez.

No era rencor, tampoco timidez. Nos volvimos desconocidos. No era falta de amor, pero ninguno de los dos sabía a qué persona querer. Quién era el otro, incluso quién era uno.

Si la muerte era irremediable, que al menos ese rato de vida valiera la pena.

No sé si será por lo diminutos, pero cuando somos niños la alegría parece no caber en el cuerpo. A veces los padres no saben cuánto espacio ocupan las emociones en el cuerpo de un niño; todo es muy intenso, las alegrías y también las tristezas. No se deben minimizar las tragedias cotidianas de los niños, por más ridículas que parezcan a ojos de los adultos.

Mi excitación era tan grande que desplazó las migajas de culpa judía que hacían fuerza para entrar. Subí las escaleras de a dos escalones para encerrarme en mi habitación a probarme peinados. Dos rodetes, una trenza de costado, una cola de caballo. Todo me quedaba hermoso. Pasé horas mirándome en el espejo para recordar el día que fui linda. Decidí que no iba a aceptar el regreso de mis rulos, que haría lo que fuera para tener el pelo lacio para siempre.