John Biguenet

Los adultos, desde luego, no juegan con muñecos. Más bien se ponen máscaras y se convierten en muñecos ellos mismos.

El mundo moderno murmura. Lo que entendemos por silencio es apenas el rumor que toleramos como ruido de fondo o “ruido blanco”. Pero imaginen que de esa estática que siempre nos zumba en los oídos pudiéramos eliminar la podadora que está chirriando por el jardín, el auto que ronronea en la entrada al garaje, el televisor que no deja de cuchichear en la habitación de al lado, la heladera que se enciende con un bufido y se apaga con un suspiro, el aire acondicionado que gruñe como un perro viejo dormido y, por último, una a una, todas las voces humanas. ¿A quién no le gustaría una tranquilidad así?

Los silenciosos espacios del capital protegen a los más pudientes del barullo de la pobreza, pero para los pobres, la batahola de la vida moderna —como otras formas de contaminación— es ineludible. Y a medida que el ruido sigue avanzando inexorablemente hacia los recovecos más pacíficos de la naturaleza, puede que hasta a los ricos se les termine haciendo imposible retirarse a un lugar silencioso.