Burke separa claramente, como anteriormente había hecho Addison, lo sublime de lo bello, concediéndole al primero unas capacidades que no conciernen al segundo; la belleza se convierte en un sentimiento, digamos, «impotente», indudablemente «relativo». Decae, por tanto, el gran poder del que lo bello había gozado en la antigüedad y, en muchos respectos, también en la Modernidad misma.