Jesús contemplaba Jerusalén desde la cima del Monte de los Olivos. Delante de él se desplegaba un paisaje bello y pacífico. Era la época de la Pascua, y desde todas las regiones los hijos de Jacob se habían reunido para celebrar la gran fiesta nacional. De en medio de los jardines y viñedos, y de las verdes laderas tachonadas de las tiendas de los peregrinos, se elevaban las colinas con sus terrazas, los soberbios palacios y los macizos baluartes de la capital israelita. La hija de Sión parecía decir en su orgullo: “¡Estoy sentada reina, y... nunca veré el duelo!”; porque amada como lo era, creía estar segura de merecer aún los favores del cielo como cuando en los tiempos antiguos el poeta rey cantaba: “De hermosa perspectiva, el gozo de toda la tierra es el Monte de Sión... la ciudad del gran Rey”.