El chico permaneció allí unos instantes. Un camión pasó traqueteando. Algunos transeúntes iban y venían. El conductor del camión, modelo Garrett, salió de algún sitio con una caja llena de víveres y la metió en el furgón antes de cerrarlo de un portazo. Pero Grover no se percató de nada, y más tarde no podría recordar aquello. Se quedó allí, ciego de rabia, gris a pesar de su piel color oliva, ante los relojes de sol, sintiendo que aquél era el Tiempo, aquello la Plaza, aquél el centro del universo, el núcleo de granito de la inmutabilidad, y sintiendo también que aquél era Grover, aquélla la Plaza, aquello el Ahora.