Ana Galvañ

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    El cuerpo de la mujer delgada era dado a partos rápidos. El niño, el primogénito, nació en una hora, y un año después de nacer nosotres, la tercera solo tardaría dos. Nosotres, en el medio, pasamos seis aferrándonos al cuerpo en contra del tirón. No hubo atajos
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    Veníamos de alguna parte, como todo. Cuando se da la transición del espíritu a la carne, las puertas tienen que cerrarse. Es un favor. Sería cruel no cerrarlas. Quizá los dioses se olvidaron; a veces tienen ese tipo de despistes. No es que tengan mala intención —o, al menos, no suelen tenerla—. Pero se trata de dioses, al fin y al cabo, y les trae sin cuidado lo que le suceda a la carne, sobre todo porque es una cosa lentísima y aburrida, burda y extraña. No le prestan demasiada atención, salvo cuando toca recolectarla, organizarla y ponerle alma.
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    Éramos a la vez viejes y recién nacides. Éramos ella y, al mismo tiempo, no lo éramos. No estábamos conscientes, pero sí vives. De hecho, ese era el problema primordial: que éramos un nosotres aparte en lugar de ser, pura y llanamente, ella.
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    Poco importaba aquello: estaba claro que ella —el bebé— iba a volverse loca.
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    A menudo los humanos rezan y luego se olvidan de lo que son capaces sus bocas, olvidan que todos los oídos están atentos, que cuando orientas tu anhelo hacia los dioses, los dioses pueden tomárselo como algo personal.
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    Aunque la hicimos nuestra de muchas maneras, nuestra presencia siguió siendo algo abrumador para ella. Nosotres yacíamos acurrucades e inactives en su interior, pero la niña ya sentía la inquietud que provocaba nuestro mero existir. Dormimos muy mal aquella primera década.
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    Las puertas estaban abiertas y ella era el puente. No lo podíamos controlar; algo tiraba de nosotres hacia casa constantemente y, cuando ella estaba inconsciente, había algo que resbalaba más, cedía más en esa dirección
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    Nos impresionó el concepto, dolerse de la pérdida del aliento con este aún dentro del cuerpo. Después de todo, como habíamos nacido para morir, la vida del Ada era un separador, un interludio: tenía sentido ir empezando el luto con antelación.
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    Leía en todas partes: sentada en el retrete, comiendo a la mesa, en la biblioteca, por las mañanas antes empezar las clases. No está claro el grado exacto de salvación del que eran capaces aquellos libros.
  • Vanessa Pugaje citiralaпре 6 месеци
    Antes, cuando dijimos que se volvió loca, mentimos. Siempre ha estado cuerda. Lo que pasa es que estaba contaminada de nosotres, un parásito divino de múltiples cabezas que rugía en la cámara de mármol de su mente.
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