Porque él tenía lo que un escritorzuelo necesita para salvarse: la mirada primigenia que, de un flechazo, atrapa su presa en vuelo; el instinto creativo, cada mañana renovado, de mirarlo siempre todo como si fuese por primera vez, devolviendo la virginidad a los elementos eternos—viento, mar, fuego, mujer, pan—de nuestra vida cotidiana. Poseía la firmeza en la mano, la frescura del corazón, la audacia de burlarse de su propia alma, como si dentro de sí tuviera una fuerza superior a ella. Y, finalmente, su risa salvaje y cristalina brotaba de un pozo profundo, más hondo que las entrañas del hombre; estallaba liberadora desde el pecho ya viejo de Zorba, estallaba en los momentos cruciales y era capaz de derribar, y derribaba, todas las barreras—moral, religión, patria—que ha erigido el hombre desdichado y miedoso, para transitar sin muchos daños por su mísera vida.