Ricardo Martín V. Rubio Ruiz

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    La democracia no fue una creación del ingenio ateniense, de su poderío militar o simplemente de su buena fortuna. Sus inicios en esa ciudad más bien ilustran la verdad inconveniente de que, excepto por muy contados casos, la democracia nunca se ha construido democráticamente. Los registros históricos demuestran que su invención no ocurrió de la noche a la mañana, y que tiene causas y causantes. Muy rara vez surge de las lúcidas intenciones y limpias manos de un pueblo que adopta recursos democráticos; los accidentes, la buena fortuna y las consecuencias imprevistas siempre juegan un papel. A la vez, su desarrollo normalmente está envuelto en farsas, asuntos turbios y violencia. Así ocurrió hace 2 600 años en la ciudad de Atenas, donde la democracia nació como parte de una cadena de acontecimientos extraordinarios desatados por un asesinato frustrado.
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    En la tragedia de Esquilo, Las suplicantes, encontramos un pasaje importante sobre el tema de la democracia; estrenada alrededor del año 463 a.C., esta tragedia, muy gustada por el público ateniense, habla sobre una reunión pública en la que “el aire se erizaba de manos, manos diestras bien levantadas, toda una votación; la democracia hacía que una decisión se transmutara en ley”.
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    Tales testimonios, tomados selectivamente del pasado, convencieron a Bodin de que la democracia era digna de ser olvidada, de que la sola idea de asambleas de autogobierno no merecían sino indiferencia. “¿Cómo halla posible una multitud, es decir, una bestia de muchas cabezas, sin juicio o raciocinio, dar algún buen consejo?”, pregunta. La respuesta es sencilla: “Pedirle consejo a una multitud (como se solía hacer antiguamente en las repúblicas populares), equivale a buscar la sabiduría en un loco”.
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    Los jurados estaban conformados por un grupo de hombres seleccionados por sorteo para representar temporalmente a la comunidad, generalmente el distrito o condado donde se celebraba el juicio. El jurado tampoco predeterminaba la ley ni decidía la sentencia que seguía a la deliberación para emitir su veredicto. Como tribunal jurado de representantes laicos, el jurado tenía una obligación más específica: sopesar la evidencia y deducir de las pruebas basadas en rumores y los testimonios conflictivos la verdad de los hechos en disputa.
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    Leaves of Grass (1855), de Walt Whitman —una celebración de las posibilidades en principio ilimitadas que encierra el experimento democrático de los Estados Unidos y una exploración del poder que tiene el poeta para nombrar realidades más hondas al romper las barreras del lenguaje convencional—, así como Moby Dick (1851), de Herman Melville —una historia que emitía un sonido de alarma a propósito de la hybris y el impulso autodestructivo que amenaza con arruinar a todos aquellos que actúan como si no hubiera límites, reglas o normas morales que el mundo pudiera oponer a su ansia de dominio—, serían los primeros ejemplos en venir a la mente.
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    El supuesto de que las personas comunes son semejantes a Dios, de que cada una de ellas es un gran cerebro que, situado bajo la penumbra, activa las palancas del universo desde su centro de operaciones, resulta una ilusión de lo más boba. Jaloneados en esta y aquella dirección por estar a expensas del destino, los ciudadanos actúan como novatos en situaciones concretas y se encuentran con que “no pueden saberlo todo acerca de todo durante todo el tiempo”. Víctimas de los estereotipos, se ven forzados a reconocer que, “mientras están observando una cosa, mil fenómenos más atraviesan grandes cambios”.
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    Lippmann admitía que las élites gobernantes nunca podían aspirar a convertirse en los Expertos que lo sabían todo; el mundo era demasiado complejo para que eso fuera posible, razón por la cual la discusión pública, las encuestas de la opinión pública y las elecciones periódicas bien llevadas podían todavía a veces proveerlas de segundas opiniones valiosas. Aun así, el debate público, seguido por el veredicto del pueblo, no podía ser visto como la fuente de la autoridad soberana, concluía Lippmann. La democracia representativa no encerraba ya más una visión ennoblecedora, como lo había sido para figuras públicas como Andrew Jackson, Abraham Lincoln, Grover Cleveland y William U’Ren. La representación y la democracia ahora tenían que separarse. El gobierno era simplemente una manera práctica de permitirles a los líderes sortear las dificultades que entraña saber quién consiguió qué, cuándo y cómo, a través del diseño de “unas políticas públicas esclarecidas” que debían aplicarse a otras personas.
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    Ensayando las frases que luego habrían de repetir muchos presidentes, Roosevelt no vio razón para justificarse por el uso combinado de la astucia, el dinero y los cañones. “Si hubiera seguido métodos conservadores más tradicionales —declaró—, le habría entregado un documento de Estado muy digno y de unas 200 páginas al Congreso y los debates realizados en éste habrían seguido eternamente hasta la fecha; pero primero tomé el Canal y luego dejé que el Congreso deliberara; y mientras el debate sigue dándose, también el Canal sigue dándosenos.”
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    Elegimos monarcas a quienes llamamos presidentes.
    SIMÓN BOLÍVAR
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    Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, era la edad de la sabiduría, era la edad de la insensatez, era la época de la fe, era la época de la incredulidad, era la temporada de la Luz, era la temporada de las Tinieblas, era la primavera de la esperanza, era el invierno de la desesperación, teníamos todo ante nosotros, no teníamos nada ante nosotros, todos íbamos directo al Cielo, todos íbamos hacia el otro lado […]
    CHARLES DICKENS, Historia de dos ciudades (1859)
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