Kiko Amat

La confusión sabe reconocer a los recipientes mullidos, dispuestos, que la acogerán siempre. Sabe seleccionar los huecos de árbol más cálidos donde hibernar.

Ella le mira. Su hermano no es un tipo gracioso. Siempre que bromea, o trata de hacerlo, se congelan las conversaciones mientras la gente intenta dilucidar si lo que ha dicho era broma o iba en serio

César está en pie, se ha incorporado como si llevase un muelle en el culo. Su quijada se hincha, las arterias de su cuello, todo su cuerpo. Es su superpoder; esa intuición. Parece estar cambiando de tamaño, como hacen los osos cuando se ponen sobre dos patas. Su cara, sin embargo, no expresa ninguna emoción

Él devuelve la sonrisa. Se encienden los focos del campo, el césped maltratado se llena de luz. Solía encantarle este momento. Al contrario que en un cine, la fiesta empezaba cuando se encendían las luces

Eso era: una pequeñez indigna.

Nada más que el vacío y la desesperación y la amargura más ponzoñosa: una maldita septicemia del alma.

«esa infelicidad suya quizá sea su mayor rasgo humano, a lo mejor el único rasgo humano que hay en él».

una amenaza (incumplida) de hostias seguida de bailecito heavy51 en el aparcamiento del Musso’s Bar & Grill.

En la práctica, Jim Thompson, por muy infeliz que fuera con su constante animadversión, acabó haciendo lo que todos los artistas no-blandos hemos realizado desde el principio de los tiempos: transformó su inquina y revanchismo en ARTE:

donde parece que va a terminar el libro, pero al final resulta que no; y donde se pone el punto final con una frase que llama a partirles la cara a los enemigos, lo cual está en conflicto directo y niega todo lo dicho en este capítulo, así como anticipa los horrores del siguiente.