Por extraño que pueda parecer, la expresión que adoptaba mi madre cuando intentaba recordar –el cuello ladeado, la cabeza gacha y la vista fija en el regazo– contenía la humildad y la pena de un penitente obligado a confesarse. Pensé que no tenía ningún derecho a forzarla a evocar su pasado. Intentar rescatar algún recuerdo de su memoria perdida era una tarea tan difícil y lastimosa como intentar extraer la rama de un árbol del fondo de un estanque helado: sin duda emergería cubierta de gotas de agua helada.