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Silvia Soler

Querida Gris

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    Las rosas de la hermana —dijo Luuk, muy flojito.

    Ambos nos dimos la vuelta y miramos a Adriana, que lloraba en silencio sentada en la cama. Y era Adriana, y era Charlotte, y era Anna Maria.
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    —Ostras, Gris, ¿ahora haremos una escena de película? ¿Quién es Julia Roberts, tú o yo?
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    que su color preferido era el verde y su fruta predilecta, la granada.
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    Qué cosa tan extraña es poder conocer a tu madre cuando era más joven que tú. Y qué cosa tan formidable debía de ser para ella poder hablar con su hija de mujer a mujer.
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    Me preguntaba si él había arrastrado toda la vida la nostalgia de la que hablan los versos de Pere Quart, eso que los argentinos llaman «desgarro» y los gallegos, «morriña».
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    En sueños me veía como una gigante despatarrada con una pierna encima del continente americano y otra sobre Europa.
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    Supo que el pintor era amigo del poeta granadino Federico García Lorca —Luuk solo lo conocía de nombre— y que los tres —el poeta, el pintor y su hermana— habían formado un triángulo apuntalado en el amor y en los celos. Tres figuras en un paisaje azul y blanco.
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    De todo lo que halló, lo que más le impresionó fue saber que la chica del cuadro que le obsesionaba era la hermana del pintor, Anna Maria.
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    así me enteré de que solo cuatro años después del regalo de la señora Felipa a mi bisabuela, el Ayuntamiento de Figueres encargó al joven Dalí, de diecisiete años, el diseño de una carroza para la cabalgata de Reyes.
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    la bisabuela había querido proteger el chal de la violencia de una guerra y, después de que mi abuelo hubiese tenido que irse a la otra punta del mundo, ahora yo volvía de allí, recorriendo el camino a la inversa, y recuperaba el tesoro. Sería como si el arte y la belleza acabasen triunfando sobre el fascismo y la destrucción.
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