El libro de las despedidas

Mi universo mental está formado de señales y de gestos: aprender y olvidar a la vez

A mi alrededor, el mundo sigue aletargado por culpa de los dos grandes narcóticos europeos: el alcohol y el cristianismo.

Nada ocurre por primera vez, todo es una terrible repetición. Así pues, vivo, miro y anoto. Mi apellido suena a excusa.

Un pueblo que come unos quesos así debe de tener buen estómago. Y buenos intestinos

Mi problema es sencillo: soy un refugiado ambicioso. Imperdonable. Las cosas perdonables en un inmigrante son la pobreza, el analfabetismo, la poligamia, las caries, la corpulencia, los pelos de la nariz que sobresalen de las fosas nasales, etcétera. Pero ser un inmigrante con aspiraciones es saltarse la norma. Y más aún con una aspiración tan francesa: escribir libros

No, yo no soy de aquí». En efecto, el exilio pocas veces es una cuestión de presencia. Es, casi siempre, una suma de sombras, la historia de una ausencia.

Asegurarte cada mañana de que tu vida antes de exiliarte era real.

Desde 1993 hasta nuestros días: aprender a decir gracias y perdón todo el rato a todo el mundo. Eso es de buena educación. En realidad, más que de buena educación, es lo normal. Desde 1993 hasta nuestros días: aprender el silencio. Moverme sin hacer ruido, comer en silencio, hablar bajito, escribir con educación.

Convertirse en cualquier hijo de vecino, en fulanito de tal. Suavizar los gestos. Afeitarse la barba. Cambiar de peinado: abandonar el de Europa del Este por otro más distendido, más libre, al estilo occidental.

El exilio exige. El exilio recomienda que cada cual dosifique bien su visibilidad. Hacerse notar sólo entre las mujeres, no entre los policías.