La ventana

El mundo. Para ella. Se conforma de líneas. Formas. Movimiento. Color.

La esperanza es esa cosa con plumas

Que se posa en el alma,

Y canta una melodía sin palabras,

Y nunca se detiene del todo.2

EMILY DICKINSON

¿Y si algún día…? ¿Y si alguna vez…? ¿Y si de nuevo…? ¿Y si otra vez…? ¿Y si se acabara…? ¿Y si volviera…? ¿Y si tuviera…? ¿Y si pudiera…? ¿Y si lo hiciera…? Siente una excitación extraña ante tantas repentinas perspectivas. Es como si se hubiera abierto una pequeña rendija y el aire, tenaz, empujase para entrar a raudales. ¿Y ahora? ¿Qué? Tiene miedo. Y a la vez ansia. Ansía tanto. ¿Qué?

Se consuela pensando que ya le queda poco para irse a la cama. Al pensarlo le invade una ligera felicidad. Dormir. Los momentos previos a acostarse son los mejores del día. Se deja arrastrar por la sensación de sosiego que vendrá. No obstante, aún falta un rato. Todas las noches le sucede lo mismo: por un lado, está el alivio de que se acaba el día. Por otro, su

El claro. Su claro. Sigue ahí. Un espacio reducido, desnudo, entre árboles anchos y frondosos. Enormes. Ella se acuclilla en el centro. Sobre la hierba verde brillante. Oculta por las ramas. Protegida. Fija la vista en las raíces de los árboles, pétreas y extensas. Cuajadas de musgo. Se agarran obstinadas a la tierra. Luego busca el cielo entre las ramas. Respira. Mira: arriba. Abajo. Respira. Así durante una hora.

Ella sólo tiene treinta y ocho años. Sin embargo, en un año ha vivido (y envejecido) cincuenta.

Se le oprime el corazón. Piensa que esos momentos forman parte del pasado. De un pasado que nunca volverá. «Así se siente una persona a los noventa años», piensa. Todo queda atrás. Su mundo ha desaparecido. Sin dejar rastro. Por delante no hay nada. El presente es un vacío continuo

Cuando ella coge un libro no sólo lo lee, sino que lo mira. Lo que ve aporta sentido al texto: la tipografía, el tamaño de la letra, el interlineado. Una línea trazada en un papel le cuenta toda una historia: recta o curva. Firme y centrada. En un margen. Gruesa o fina. Nítida o borrosa. Y su color. No transmite lo mismo una línea rosa que una amarilla o morada. Por eso ella se hizo ilustradora. Porque no entiende otro lenguaje. Mirar. Aún hoy, para comprender una palabra tiene que cerrar los ojos un instante y verla dibujada, a color, en el interior oscuro de su cabeza.

Soñó Que era de noche y dormía. La despertaba un ruido: alguien intentaba abrir la puerta de su casa. Se levantaba. Corría a echar la llave. A continuación, acercaba un ojo a la mirilla. Desde el otro lado. Otro ojo la miraba. Fijamente. Se despertó gritando de terror.

La pecera

A veces el agua es tan turbia que no deja ver