Si consideramos el carácter de estos nacionalismos nuevos que entre 1820 y 1920 cambiaron el rostro del Viejo Mundo, vemos que dos características notables los separan de sus antecesores. Primero, en casi todos ellos las “lenguas nacionales impresas” tenían una importancia ideológica y política fundamental, mientras que el español y el inglés no fueron jamás un tema de controversia en las Américas revolucionarias. Segundo, todos pudieron funcionar con base en modelos visibles provistos por sus predecesores distantes, y no tan distantes, después de las convulsiones de la Revolución francesa. La “nación” se convirtió así en algo capaz de ser conscientemente deseado desde el principio del proceso, antes que en una visión que lentamente se delinea. En efecto, como veremos más adelante, la “nación” resultó ser un invento para el que era imposible obtener una patente.