Poco frecuente

Nunca me gustó el deporte. Siempre me sentí desfasada de mi cuerpo. Mi mente le manda una señal y no la recibe, o la recibe tarde, lo que se traduce en una especie de torpeza constante.

Sé que lo amo y de eso estoy segura porque cuando se acerca no puedo decirle nada de los nervios y se me mueve todo adentro y eso es el amor, tiene que serlo.

A mí siempre me costó dormir. Es como si en ese momento me surgieran todas las inquietudes del universo. Desde el hambre mundial hasta qué remera me voy a poner mañana.

En la esquina apareció una nena con su mamá, andaba en triciclo y se moría de risa. En ese momento hubiera querido ser ella. Ser chiquita y reírme así, con los pelos al viento.

Lo irreversible nunca cambia, queda así y ya está. Lo que me atormenta es lo que se mueve. Lo que se mueve se acerca y se aleja, queda flotando en ese lugar impreciso que no puedo ubicar.

No tengo poder sobre mi cuerpo desde el día en que nací. No tengo poder sobre mi cuerpo pinchado por estos años de tratamiento. Pero tengo poder sobre mi cuerpo hoy.

¿Cuál habrá sido el momento preciso en el que la sangre dejó de irrigarse, las células se apagaron y, entonces, el agujero negro? ¿Cuáles habrán sido esas cuatro veces? ¿Qué estaría haciendo en el momento justo en que el hueso se murió para siempre y quedó contenido ahí por el resto vivo?

Un infarto óseo es la necrosis del hueso por la insuficiencia de riego sanguíneo. Un pedazo de hueso muerto en el medio del hueso entero vivo, un agujero.

Lo crónico puede esperar. Entonces, yo tengo que esperar.

No sé bien por qué el gen callado que viajó a través de mi familia, a través de portadores no afectados del lado de mamá y del lado de papá, decidió manifestarse a los gritos en mí, rompiendo todo.