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Knjige
Mary McCarthy

El grupo

  • Luis Alberto Barqueraje citiraoпре 3 године
    Helena sintió cierta vergüenza cuando llegaron al himno, uno de los favoritos de su madre, el 245: «El Señor es mi pastor y mi guía». Ella habría preferido el himno de Bach, de la coral de la Pasión: «Oh divina cabeza coronada de espinas».
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    madre habían exagerado un poco: tres salmos era demasiado. Habían escogido como lectura el capítulo 15, el más largo de la primera epístola de san Pablo a los Corintios. Era muy hermosa, pero le preocupaba Ichabod. Sabiendo lo que sabía sobre las ideas de Norine con respecto al aprendizaje del control de los esfínteres, temía que se produjera un accidente. El aire estaba un poco cargado en la iglesia debido a la cantidad de flores, y seguramente eran imaginaciones suyas, pero habría jurado que o Ichabod o Kay… Era inútil preguntarle a Pokey, porque carecía de olfato. Los asistentes al funeral empezaban a inquietarse
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    Cuando el rector emprendió la lectura del De Prefundis, Priss pensó que Helena y su
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    El órgano calló. Entró el rector y ocupó su lugar detrás del féretro. La congregación se puso en pie.

    —«Yo soy la Resurrección y la Vida», dijo el Señor. «El que cree en Mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en Mí, no morirá jamás.»

    Lakey sintió que una lágrima le rodaba por la mejilla. Le sorprendió cuán profunda era su pena. La única emoción que había decretado para sí era una pasión fría e intensa para que ese funeral fuera perfecto, un espejo sin mácula de lo que Kay encontraría admirable.
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    Y de nuevo ahí también habían tenido que decidir: jerez o madeira, hojaldritos o emparedados. Las chicas no querían ni pensar en esas cosas (¿canapés o emparedados?), pero sus mayores se mostraron firmes en que Helena tenía que ofrecer lo que la señora Davison llamaba un «refrigerio de velatorio».
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    Pero Kay, como el resto, había optado por un entierro normal, con un ministro oficiando sobre su tumba; le gustaba la parte de «Yo soy la Resurrección y la Vida» (en realidad, esa parte se leía durante el funeral, en la iglesia, no ante la tumba abierta), que solía recitar de memoria por haber hecho el papel de Sidney Carton en una dramatización escolar de Historia de dos ciudades. Y no querría que la embalsamaran; le parecía horrible que la inflaran con no sé qué fluidos.
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    Esta vez, el servicio religioso se celebró en la propia iglesia; había demasiada gente para que cupiera toda en la capilla. El órgano tocaba «Toda carne es hierba», de la Misa de Réquiem de Brahms, y los de las pompas fúnebres habían entrado el féretro de Kay, uno muy sencillo. Estaba delante del altar, cubierto con zinnias blancas y una corona pequeña. Oficiaba el rector en persona.

    Sus amigas sabían que a Kay le habría gustado. Habían hecho todo lo que estaba en su mano para que la enterraran como episcopaliana. La señora Harsthorn lo había arreglado finalmente hablando con el rector Reiland mismo, que era un viejo amigo de la familia.
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    Había descubierto una pequeña y triste ley: los hombres nunca llaman cuando los necesitas, sino solo cuando no los necesitas. Si de verdad te abstraías planchando u ordenando los cajones de la mesa, hasta el punto de que no te apetecía que te interrumpieran, ese era el momento en que decidía sonar el teléfono.
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    poco más cómoda. No es que disfrutara con la succión propiamente dicha, pero le gustaba el fresco olor a leche de Stephen, que le evocaba la imagen de las antiguas lecheras y mantequeras, y la pálida pelusa que le cubría la cabeza y su calor. Enseguida perdió conciencia de la succión para sentirla solo como una especie de ritmo hipnótico. La enfermera le puso el timbre en la mano y salió de puntillas del cuarto. Priss se había quedado casi dormida y de pronto volvió en sí sobresaltada: Stephen se había quedado también dormido. Su boquita había dejado de tirar y emitía un pequeño ronquido. Lo movió un poco
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    La gente decía que amamantar era una experiencia muy gratificante sensualmente, y había pensado que, si se acostumbraba con un bebé, no le importaría tanto con un hombre. Aunque no se lo había dicho a Sloan, esa era una de las principales razones por las que había aceptado dar el pecho a Stephen: para poder darle a Sloan, que tenía todo el derecho a ello, más placer en la cama. Pero, por el momento, dar el pecho, como la mayor parte de su experiencia con el sexo, era un suplicio para el que tenía que armarse de valor cada vez que sucedía, poniendo en ello toda su fuerza de voluntad y pensando en el amor, en el sacrificio y en la entrega.
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