es posible que la naturaleza sea totalmente caótica, es posible que no haya ninguna ley capaz de subsumir su inabarcable heterogeneidad, y que no exista un esquema que pueda reducir su complejidad creciente y su inmensa fertilidad. ¿Y si la naturaleza no podía ser concebida como un todo? Occidente aún no había hecho las paces con esa terrorífica posibilidad, y Nelly dudaba de que fuese posible, porque sería un golpe mortal, no solo para la ciencia y la filosofía, sino también para cualquier intento de racionalidad. Los artistas, en cambio, ya habían abrazado esa verdad por completo: Nelly creía que el redescubrimiento de lo irracional era la fuerza que impulsaba todos los movimientos de vanguardia, movimientos que, incluso a ojos de un observador lego, parecían estar poseídos por una energía fáustica sin límites, una aceleración que los llevaba, de forma inevitable, hacia una trágica caída en la cual absolutamente todo estaba permitido. Porque el arte moderno no reconocía ninguna regla, ningún método, ningún límite o verdad, no era más que un torrente incontenible, una oleada de locura ciega que no se detendría ante nada, ante nadie, y que nos arrastraría hacia delante, sin mirar atrás, hasta los confines de la Tierra