He defendido que el buen Estado es un Estado restituidor de fuero comunitario, protector de la producción y el mercadeo local y regional, capaz de fogonear un camino anfibio: no podrá abdicar del mercado global porque de sus dividendos provienen los recursos para sus políticas públicas; pero tampoco deberá abandonar la autosustentabilidad de las comunidades, la soberanía alimentaria y el mercadeo local, arraigado, que, como en el caso presente, vuelve a hacerse crucial para la sobrevivencia. Un buen Estado transita entre los dos caminos y blinda al más frágil, para que sus saberes, sus circuitos propios de mercadeo, sus tecnologías de sociabilidad y sus productos no se pierdan, ni tampoco su autonomía