Las cicadas

. “Así que esto es la madurez”, se repetía Amanda con asombro, “ya no esperar la mirada de los otros, sino ver por una misma”

Al mando de sus movimientos estaba un ser más primitivo, por lo general agazapado al fondo de su persona, pero siempre listo para resurgir y tomar el control.

Los hombres se prestaban de modelo por vanidad, porque se amaban a sí mismos.

Y yo me sentía muy frágil, a punto de llorar, cuando él trataba de explicarme el mundo, porque siempre era un relato cruel.

Este caballero se ató una sábana a la cintura para acompañarla hasta la puerta de su suite.

Pablo me enfocaba con un solo ojo, y a veces yo también, parecíamos cíclopes tambaleantes y malvados acechando un punto débil donde clavar el puñal. Éramos ridículos y peligrosos.

Tenía la rabia de quien fue molido a golpes en la infancia.

Sus cuadernos iban llenándose con los pedazos de un cuerpo desmembrado.

Nos recordaba cuán fijos son los árboles y cuán móviles nosotras, o quizá más bien cuán distinto nos desplazábamos por los ejes del tiempo los humanos y las plantas.

Yo no quería cuidar a nadie, ni siquiera podía conmigo misma, así que fantaseaba que lo más fácil era que se muriera, como un personaje de novela o de teatro. Era la manera más expedita de terminar una historia sin quitarle su carácter, porque Nina sin drogas no era Nina