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Victoria Schwab

Conjuro de luz

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  • c a t hje citiralaпре 3 године
    Los ojos de Kell se fueron al palacio una última vez y él creyó que casi podía divisar la forma de un hombre parado solo en un balcón alto. A esta distancia, era poco más que una sombra, pero Kell podía ver el aro de oro destellando en su cabeza, cuando una segunda figura vino a pararse al lado del rey.

    Rhy levantó la mano y lo mismo hizo Kell, una sola palabra sin decir entre ellos.

    Anoshe.
  • c a t hje citiralaпре 3 године
    La libertad en sí misma era una cosa vertiginosa. A cada paso, Kell se sentía desorientado, como si pudiera irse a la deriva. Pero no, había una soga, invisible pero fuerte como el acero, que iba entre su corazón y el de Rhy.

    Se estiraría.

    Los mantendría en contacto.
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    Nunca decía adiós. Nunca le vio sentido. Decir adiós era como estrangularse despacio, cada palabra ceñía la cuerda. Era más fácil simplemente escabullirse por la noche. Más fácil.
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    —Rhy —dijo Kell, su mirada pesada como la piedra—, ¿desearías que no te hubiese traído de vuelta?

    Respiró hondo.

    —No lo sé —dijo—. Pregúntame por la mañana, después de que pasé horas aplastado por pesadillas, drogado más allá de toda razón solo para poder reprimir los recuerdos de mi muerte, que no fue tan malo como regresar, y te diré que sí. Que desearía que me hubieras dejado morir.

    Kell pareció descompuesto.

    —Yo…

    —Pero pregúntame por la tarde —interrumpió Rhy—, cuando he sentido cómo el sol atraviesa el frío o la calidez de la sonrisa de Alucard o el peso firme de tu brazo alrededor de mis hombros, y te diré que valió la pena. Que vale la pena.

    Rhy giró el rostro hacia el sol. Cerró los ojos, deleitándose en la forma en que la luz aún llegaba a él.

    —Además —agregó, esbozando una sonrisa—, ¿quién no ama a un hombre con sombras? ¿Quién no quiere a un rey con cicatrices?

    —Oh, claro —dijo Kell secamente—. Por eso lo hice, en realidad. Para hacerte más atractivo.
  • c a t hje citiralaпре 3 године
    Y Kell, cuyos ojos de dos colores siempre habían visto a través de él, dijo:

    —¿Desearías que no lo hubiese hecho?

    Abrió la boca para decir «Claro que no» o «Santos, no» o alguna de cualquiera de las otras cosas que debería haber dicho, que había dicho decenas de veces, con la repetición sin sentido de alguien a quien le preguntan cómo está ese día y responde «Bien, gracias», sin importar su verdadero ánimo.
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    la tristeza de la pérdida y la culpa de sobrevivir y el miedo de que seguiría sobreviviendo a aquellos que amaba.
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    La flor se desmoronará, el tallo y las hojas también. Para eso existen. La acina fortifica el suelo para que otras cosas puedan crecer.
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    Kell ya había ido a la Cuenca esa mañana y había encontrado la flor que el joven guardia había traído a la vida aquel día, marchitándose en una maceta. La había llevado hasta el huerto, donde Tieren estaba parado entre filas de invierno y verano.

    —¿Puedes arreglarla? —preguntó Kell.

    Los ojos del sacerdote fueron a la pequeña flor seca.

    —No —dijo con amabilidad, pero cuando Kell había comenzado a protestar, Tieren había levantado una mano huesuda—. No hay nada que arreglar. Es una acina. No están hechas para durar. Solo florecen una vez y luego desaparecen.

    Kell miró hacia abajo con impotencia el capullo blanco marchito.

    —¿Qué hago? —preguntó, la pregunta mucho más grande que las palabras.

    Tieren sonrió suavemente, hacia adentro, y encogió los hombros como solía hacer.

    —Déjala ser. La flor se desmoronará, el tallo y las hojas también. Para eso existen. La acina fortifica el suelo para que otras cosas puedan crecer.
  • c a t hje citiralaпре 3 године
    Y así Kell se abrió camino hacia los aposentos de su hermano; no los que había tenido al lado de los del propio Kell (aunque aún insistía en dormir ahí), sino los que habían pertenecido a su madre y padre.
  • c a t hje citiralaпре 3 године
    Los arnesianos tenían una docena de forma de decir hola, pero ninguna palabra para adiós.

    Cuando se trataba de despedidas, a veces decían vas ir, lo que quería decir en paz, pero con más frecuencia elegían decir anoshe: hasta otro día.

    Anoshe era la palabra para extraños en la calle y amantes entre encuentros, para padres e hijos, amigos y familia. Suavizaba el golpe de irse. Calmaba el esfuerzo de partir. Un guiño cauto a la certeza de hoy, el misterio de mañana. Cuando un amigo se iba con pocas probabilidades de volver a casa, decían anoshe. Cuando un ser amado agonizaba, decían anoshe. Cuando se enterraba un muerto, el cuerpo devuelto a la tierra y las almas a la corriente, aquellos de luto decían anoshe.

    Anoshe daba consuelo. Y esperanza. Y la fuerza para dejar ir.
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