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Elena Pulcini

La envidia

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    No envidiamos los bienes o el éxito de aquellos a los que consideramos superiores o claramente inferiores a nosotros, sino solo a aquellos a los que nos une una semejanza o una proximidad básica: «Efectivamente, en ese caso [sigue diciendo Aristóteles] es culpa nuestra si no nos hacemos con el bien deseado.
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    Sin embargo, por lo general en Homero prevalece en cambio esa pasión emulativa que los griegos llaman zelos y que Aristóteles opondrá, en su Retórica, al phthonos (la envidia); definiendo el primero como el deseo de obtener un bien que no se posee y el segundo como el deseo de quitarle al otro el bien que tiene.
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    Pasión indudablemente universal –como lo son, por lo demás, todos los movimientos fundamentales del alma– y por tanto enraizada en cualquier época de la historia y en cualquier estructura social, la envidia puede asumir múltiples tonalidades, las cuales, junto al rencor y al resentimiento, incluyen también una sana y auténtica emulación o una abierta y legítima competición; si bien es cierto que estas, conviene dejarlo claro desde el primer momento, implican en realidad una superación de la envidia que nos impone, como veremos, precisamente, cambiar el nombre.
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    La envidia, en cambio, sigue siendo siempre una pasión implosiva, incluso cuando desemboca en la acción, que nada cambia, más que para peor, en la realidad existente.
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    Centro mismo de aquel thymos platónico, cuya revaluación, como veremos, propondrá Peter Sloterdijk en su Ira y tiempo, la ira se manifiesta con el ímpetu de un impulso primario y disolutivo que, como un torrente, arrastra todo lo que encuentra a su paso y puede incluso culminar en efectos transformadores y regeneradores.
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    Sin embargo, la acción destructiva de la envidia no se limita solo a llevar a cabo estrategias de devaluación, y mucho menos se contenta con fantasear acerca de cómo hacer daño al otro, como le sucedió, por ejemplo, a Rowland, obsesionado por Chris en la novela de Spark: «Quizá Chris habría logrado el éxito, era probable, bueno, casi seguro.
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    En segundo lugar, porque en el resentimiento entra, tal y como nos recuerda Scheler, una coloración completamente negativa y externa de la envidia: que hace efectivamente que el sujeto no se limite a sufrir por el bien del otro, sino que, incluso, advierta una aviesa alegría respecto del mal ajeno.
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    » Sin embargo, Girard insiste en la centralidad de la relación con el otro, subrayando la estructura triangular (y ambivalente) de la dinámica mimética (sujeto- modelo-objeto): en cuanto modelo amado y admirado por nosotros, el otro es nuestro peor rival, en la medida en que siempre tendrá algo (cualquier objeto) que nosotros no tenemos, mejor dicho, siempre será lo que nosotros no somos.
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    En parte, Scheler ya había captado este aspecto cuando observaba que la peor manifestación de la envidia, la que precisamente provoca la forma más aguda de resentimiento, es la «envidia existencial», la que se suscita no tanto por un objeto, sino por la existencia misma del otro.
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    Esta ambivalencia se revela, sobre todo, en la comparación con el otro.
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