Agatha Christie había reparado en que las mujeres, en especial las ancianas que no se habían casado, a menudo recibían un trato condescendiente, se las desdeñaba e infravaloraba, pero la novelista más vendida del mundo sabía perfectamente que a esos puntales de sus comunidades casi no se les escapaba nada, que debajo de esas recatadas cofias de encaje podían esconderse unos cerebros inteligentísimos capaces de aventajar incluso a los detectives más granados de Scotland Yard.