Quién se acuerda del polvo en la casa de Hemingway

—¿Y quién dijo que el amor debe merecerse?

—Nosotros tampoco distinguíamos entre la realidad y los libros.

Me contaba cómo escribió Arrancad las semillas, fusilad a los niños, aquella novela que tanto me había perturbado, pero sobre todo me hablaba de Hikari, su hijo con retraso mental, Hikari, el niño al que los pájaros enseñaron a hablar y a componer música de cámara.

¿Para qué las buscamos vivas si el desierto las escupe muertas?

¿Qué hace una tienda sobre las baldosas frías de una casa?, piensa Allison y recuerda que papá caminaba en círculos en el patio trasero con un libro en la mano. Caminaba en círculos y leía durante media hora. Esto sí es ejercicio, bromeaba.

Tenía razón Piñero: sin palabras, solo quedan figuras espectrales que caminan entre vapores de agua y que me dejan sospechando si no me lo habré inventado todo.

—Si de verdad quieres ser escritor, no te apegues a tus propias palabras. Inventa otras, antes de que olvides todo. Vuelve a empezar.
—Como si fuera tan fácil.

Y hasta ahora, más de 15 años después, empiezo a descubrir que este desvanecimiento es quizá la mejor metáfora del trabajo literario: las palabras con las que edificamos templos, bicicletas o bosques nevados, siempre vuelven a la inmaterialidad.

Yo no quería nada. Solo pensaba en las palabras que expresaran mejor lo que vivía y que permitieran a los demás entrar a aquel rincón de la fábrica y ponerle rostro a aquellas personas a las que me unía cierto cariño místico.

Fue un gesto espontáneo e inesperado que me hizo sentir avergonzado, porque hasta ese momento yo no existía como autor. Era solo un agente que buscaba las palabras adecuadas para una experiencia gratuita y maravillosa.