No puede ser, dijo. Y otra vez repasó en su mente a Salvador, que no tenía nada que ver con el salvaje encogido de la plancha. En su memoria, perfecto, casi brillante, él la tomaba de la cintura diciéndole una y otra vez: ríndete, malcriada. Y en lugar de verse a ella misma, en su recuerdo era sustituida por la imagen de una mujer morena exactamente igual a la prostituta muerta que envidió alguna vez, y ella, ellas, ambas, se mecían siendo una, sobre Salvador, desnudas y lozanas, mientras todo olía, no a sangre, no a formol, sino a rosas.