La antropología frente a los problemas del mundo moderno

ada cultura en particular y el conjunto de culturas que componen la humanidad sólo pueden subsistir y prosperar funcionando según un doble ritmo de apertura y cierre, ora desfasadas una respecto de la otra, ora coexistiendo con cierta continuidad. Para ser original y mantener frente a otras culturas diferencias que les permitan enriquecerse mutuamente, toda cultura se debe a sí misma determinada fidelidad, cuyo precio es cierta sordera a valores distintos, a los cuales permanecerá total o parcialmente insensible.

Ese es el dilema frente al cual se encuentra la humanidad moderna hoy, a los ojos de la antropología. Todo parece indicar que tiende a una civilización mundial; pero esta noción misma, ¿acaso no es contradictoria si, como he intentado demostrar, la idea de civilización implica y requiere la coexistencia de culturas que ofrecen una enorme diversidad entre ellas?

La fascinación que ejerce hoy en día el Japón en las mentes, tanto en Europa como en Estados Unidos, no sólo tiene que ver con sus progresos técnicos y su éxito económico. En gran parte, se explica por el confuso sentimiento de que de todas las naciones modernas, la de ustedes ha mostrado ser la más capaz para navegar entre esos dos escollos para elaborar fórmulas de vida y pensamiento adecuados a la hora de superar las contradicciones de las que está presa la humanidad del siglo xx.

Esta situación plantea un serio problema a la antropología y a la humanidad en su conjunto. A lo largo de estas tres conferencias, he subrayado en varias oportunidades que la progresiva fusión de poblaciones hasta ahora separadas por la distancia geográfica y por las barreras lingüísticas y culturales marcaba el fin de un mundo en el que los hombres, durante cientos de milenios, uno o dos millones de años quizá, vivían en grupos separados unos de otros de forma duradera, y evolucionaban cada uno a su modo, tanto a nivel biológico como a nivel cultural. Los cambios radicales disparados por la civilización industrial en expansión, la creciente rapidez de los medios de transporte y comunicación han derribado esas barreras; lo cual permite que se elaboren y se pongan a prueba nuevas combinaciones genéticas y experiencias culturales.

Desde las multitudes asiáticas hasta las tribus perdidas en la selva sudamericana o melanesia, una adhesión unánime y sin precedentes en la historia proclamó hasta una época reciente que una forma de civilización era superior a todas las demás.

Con respeto a los pueblos que estudian, los antropólogos se prohíben formular juicios sobre el valor comparado de la cultura de unos y otros. Cada cultura, dicen ellos, es por esencia impotente a la hora de emitir un juicio cierto sobre otra cultura, ya que una cultura no puede evadirse de sí misma y, por ende, su apreciación siempre estará presa de un relativismo contra el cual no hay recurso alguno.

Ahora bien –y este es uno de los problemas mayores que se plantean a la antropología actual–, desde hace alrededor de un siglo, ¿acaso las sociedades no han reconocido todas, una tras otra, la superioridad del modelo occidental? ¿Acaso no vemos a todo el mundo tomar prestadas, progresivamente, sus técnicas, sus modos de vida, sus ropas e incluso sus distracciones?

Centrémonos ahora en la literatura. Sólo en el siglo xviii vemos surgir en Europa obras comparables al Genji monogatari, por su sutileza y profundidad psicológica; y para encontrar en un memorialista el vuelo lírico y la punzante melancolía de los cronistas japoneses del siglo xii, tenemos que esperar a Chateaubriand.

La contribución de África es más compleja, pero también más abstracta, pues solamente estamos comenzando a entender el papel que el melting pot ha jugado en el Antiguo Mundo. La civilización egipcia únicamente resulta inteligible como obra común de Asia y África. Y los grandes sistemas políticos del África Antigua, sus contribuciones jurídicas, su pensamiento filosófico, durante largos años oculto para los occidentales, sus artes plásticas y su música son diversos aspectos de un pasado muy fértil. Por último, pensemos en los múltiples aportes de la América precolombina a la cultura material del Antiguo Mundo. En primer lugar, la papa, el caucho, el tabaco y la coca (base de la anestesia moderna) que, por varios motivos, constituyen los cuatro pilares de la civilización occidental; el maíz y el maní, que revolucionaron la economía africana, incluso antes de ser conocidos y, en el caso del maíz, difundido en Europa; luego, el cacao, la vainilla, el tomate, el ananá, el pimiento, varias especies de habas, algodones y cucurbitáceas. Por último, el cero, base de la aritmética e indirectamente de la matemática moderna, era conocido y utilizado por los mayas al menos quinientos años antes de su descubrimiento por parte de los indios, que lo transmitieron a Europa por medio de los árabes. Acaso por tal motivo, en la misma época, el calendario maya era más exacto que el del Viejo Mundo.

India ha sabido mejor que cualquier otra civilización elaborar un sistema filosófico y religioso capaz de reducir los riesgos psicológicos de un desequilibrio demográfico. El islam ha formulado una teoría de la solidaridad para todas las formas de actividad humana: técnica, económica, social y espiritual; y se sabe hasta qué punto esa visión del hombre y del mundo permitió que los árabes ocuparan un lugar prominente en la vida intelectual durante la Edad Media. Oriente y Lejano Oriente tienen varios milenios de adelanto respecto de Occidente en todo lo que atañe a las relaciones entre lo físico y lo moral, así como en lo relativo a la utilización de los recursos de esa máquina suprema que es el cuerpo humano. Atrasados en materia técnica y económica, los australianos elaboraron sistemas sociales y familiares de semejante complejidad que para entenderlos hace falta apelar a ciertas formas de matemática moderna. En ellos se puede reconocer a los primeros teóricos del parentesco.

todo miembro de una cultura depende estrechamente de ella, igual que ese pasajero ideal depende de su tren. Desde nuestro nacimiento, el entorno familiar y social imprime en nuestra mente un sistema complejo de referencias, que consiste en juicios de valor, motivaciones, centros de interés e incluye las ideas que se nos inculcan sobre el pasado y el futuro de nuestra civilización. En el transcurso de nuestra vida, literalmente nos desplazamos con ese sistema de referencias, y los sistemas de otras culturas, otras sociedades, sólo se perciben a través de las deformaciones que nuestro propio sistema les inflige, si es que no nos hace incapaces de ver algo.

Así pues, los antropólogos y los biólogos concuerdan a la hora de reconocer que la vida en general y la de los hombres en particular no se pueden desarrollar de manera uniforme. Siempre y en todo lugar, la vida supone y engendra diversidad. Esa diversidad intelectual, social, estética, filosófica no está unida por ninguna relación de causa-efecto a aquella que existe en el plano biológico entre las grandes familias humanas. Sólo le es paralela en otro ámbito.