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Ramón María Del Valle Inclán

Sonata De Primavera – Sonata De Estío

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    Era una fuente rústica cubierta de musgo. Tenía un murmullo tímido como de plegaria, y estaba sepultada en el fondo de un claustro circular, formado por arcos de antiquísimos bojes. Yo me incliné sobre la fuente, y como si hablase con la imagen que temblaba en el cristal de agua, murmuré:
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    Llegaba a mí sofocado y continuo el rumor de las fuentes sepultadas entre el verde perenne de los mirtos, de los laureles y de los bojes. Una vibración misteriosa parecía salir del jardín solitario, y un afán desconocido me oprimía el corazón.
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    Yo estoy íntimamente convencido de que el Diablo tienta siempre a los mejores. Aquella noche el cornudo monarca del abismo encendió mi sangre con su aliento de llamas y despertó mi carne flaca, fustigándola con su rabo negro.
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    La noche y la luna eran propicias al ensueño, y pude sumergirme en una contemplación semejante al éxtasis. Confusos recuerdos de otros tiempos y otros amores se levantaron en mi memoria. Todo el pasado resurgía como una gran tristeza y un gran remordimiento. Mi juventud me parecía mar de soledad y de tormentas, siempre en noche. El alma languidecía en el recogimiento del jardín, y el mismo pensamiento volvía como el motivo de un canto lejano:
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    Yo quise varias veces acercarme a María Rosario. Todo fué inútil: Ella adivinaba mis intenciones y alejábase cautelosa, sin ruido, con la vista baja y las manos cruzadas sobre el escapulario del hábito monjil que conservaba puesto. Viéndola a tal extremo temerosa, yo sentía halagado mi orgullo donjuanesco, y algunas veces sólo por turbarla, cruzaba de un lado al otro. La pobre niña al instante se prevenía para huir. Yo pasaba aparentando no advertirlo. Tenía la petulancia de los veinte años. Otros momentos entraba en el salón y deteníame al lado de las viejas damas, que recibían mis homenajes con timidez de doncellas.
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    Desde el salón distinguíase el jardín, inmóvil bajo la luna, que envolvía en pálida claridad la cima mustia de los cipreses y el balconaje de la terraza, donde otras veces el pavo real abría su abanico de quimera y de cuento.
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    —¿Y por qué causa? —Por la muerte de Monseñor, y el luto de la casa. —Nada tiene que ver con la religión, Polonio.
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    —¡Un artista...! Hoy día ya no hay artistas. Los hubo en la antigüedad.
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    Desgraciadamente, quedéme sin superarlos, porque tales romanticismos nunca fueron otra cosa que un perfume derramado sobre todos mis amores de juventud. ¡Locuras gentiles y fugaces que duraban algunas horas, y que, sin duda por eso, me han hecho suspirar y sonreír toda la vida!
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    Yo sentía esa vaga y romántica tristeza que encanta los enamoramientos juveniles, con la leyenda de los grandes y trágicos dolores que se visten a la usanza antigua. Consideraba la herida de mi corazón como aquellas que no tienen cura y pensaba que de un modo fatal decidiría de mi suerte.
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