En cuanto vio al Corsar blanco avanzar por la calle desierta y doblar la esquina, Eduardo se metió corriendo para que yo no me asustara al despertar en una casa vacía de madre y de perra. Entró de puntitas a la recámara donde yo roncaba todavía, con la boca entreabierta y una pierna afuera de las sábanas. Cuando abrí los ojos, lo sorprendí mirándome con una ternura impensable en otra circunstancia. Me contó que mi madre había tenido que llevar a Troika al veterinario otra vez y me propuso esperarla en su cama viendo una película, como intentando amortiguar el golpe que se aproximaba.