Y, por otra parte, ¿acaso el propio concepto de sentido no era en sí mismo una ilusión, una necesaria ficción humana?; si una existencia finita era fútil, ¿no sería la inmortalidad un estado de futilidad infinita?
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—¿Bromeas? Una chica de verdad podría engañarte, irse a la cama con cualquiera. Podrías contraer una enfermedad de transmisión sexual. Podrías incluso morir. —¿Eso no es un poco alarmista? —Para nada, colega. Pasa sin duda todo el tiempo. Mira, un robot sexual personal nunca te engañaría, y sería como una chica real.
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Estar vivo, ser un animal, era, pues, un asunto letal. La naturaleza, a falta de una palabra mejor, era malvada.
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«Todas las historias tienen su comienzo en nuestro final».
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Observé que el bolígrafo que sujetaba en la mano se estaba quedando sin tinta. El cuerpo con el que me movía se dirigía lenta pero inexorablemente hacia la muerte. El Autobús de la Inmortalidad estaba literalmente cayéndose a pedazos. La ciencia insistía fríamente en que Estados Unidos nunca volvería a ser grande, y que un día el Sol explotaría y se tragaría la Tierra, desintegrándolo todo y metiéndose de manera definitiva e irrevocable con Texas.
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Pero la ciencia insistía en que nada era permanente, que nada perduraría; que, en última instancia, todo se reduciría a un puñado de cadáveres en la carretera, incluida la propia carretera en sí. La segunda ley de la termodinámica insistía en que el universo se hallaba en un estado de decadencia constante e innegociable.
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—La ciencia es el nuevo Dios —me había dicho—. La ciencia es la nueva esperanza.
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Aquí, con aquellos experimentos de celestial violencia, fue donde la humanidad estuvo más cerca de trascenderse a sí misma, de realizarse a sí misma.
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Aunque yo no estaba seguro de querer vivir para siempre, sí lo estaba de que no quería ser víctima de la grotesca ironía de precipitarme en un barranco atado al asiento del copiloto de una cosa llamada Autobús de la Inmortalidad.
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El joven, que en una mano sostenía una cámara de vídeo enganchada a un trípode, me tendió la otra en un saludo solemne. —Roen Horn —me dijo—. ¿Quiere vivir para siempre? —No estoy seguro —le respondí, sintiendo los delgados huesos de su mano al estrechar la mía. —Bueno, ¿por qué no? —insistió—. ¿Quiere morir? ¿Cree que la muerte es algo bueno? —Esas son preguntas difíciles —repuse—. ¿Me deja que lo piense en el autobús y ya le digo algo