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Knjige
Penelope Fitzgerald

El inicio de la primavera

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    En cualquier caso, Frank no esperaba recibir pedidos de impresión por parte de revolucionarios ni de presos políticos, ya que ellos mismos parecían capaces de producir a su antojo todos los manifiestos prohibidos que animaban el flujo sanguíneo de la ciudad, así como concitar todas las amenazas del mundo. Frank se preguntaba, e incluso a veces trataba de calcular, cuántas imprentas habría ocultas en buhardillas y sótanos de estudiantes, en establos, en baños públicos y en urinarios de patios traseros, en gallineros, en casetas de pequeños huertos, bajo montones de patatas... Pequeñas prensas manuales, seguramente Albión, que imprimían por una sola cara y que se esfumaban como por arte de magia al menor indicio de peligro, para aparecer en otro lugar sin que nadie supiera cómo. Se imaginaba a los disidentes, en los ciento cuarenta días anuales de heladas que había en Moscú, calentando la tinta para poder tirar una amenaza más. Y es que la tinta de imprenta se congela con mucha facilidad.
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    El afecto que Frank sentía hacia Moscú se apoderó de él en ocasiones extrañas y poco apropiadas, y en lugares bastante mediocres. La querida y desaliñada madre Moscú, tan desconcertada ante el sonido de las campanas de sus ciento sesenta iglesias, no hacía distinción alguna a la hora de albergar bajo su mismo cielo fábricas, burdeles y cúpulas doradas. Constreñida por griegos y persas, recorrida por hordas de perplejos aldeanos y seminaristas que vagaban siguiendo los rieles de los tranvías, dispuesta en torno a su sagrada ciudadela pero extendiéndose hacia el exterior con un desaliñado salto por los bulevares, hacia el cinturón atestado de barrios obreros y el lugar donde comenzaban las vías, donde todavía se rezaba en los monasterios, y por fin hasta círculos concéntricos de pocilgas, pequeños huertos, caminos y retretes de tierra, Moscú volvía a convertirse en una simple aldea, al parecer con una enorme sensación de alivio.
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    Al igual que la nobleza y los mercaderes rusos, las empresas extranjeras eran encuadradas en diversos rangos, según su capital social y la cantidad de combustible (hulla, corteza de abedul, antracita, petróleo) que consumiera la fábrica en cuestión.
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    . Nellie no le había enviado un solo mensaje acerca de los niños, no había dicho ni una palabra al respecto, y pensó que no debía darle más vueltas a aquello porque quizá no fuera capaz de soportarlo. Su padre siempre decía que la mente humana es infinitamente elástica pero que, por la misma naturaleza de las cosas, no se nos puede exigir que asumamos más de lo que podemos aguantar. Frank tenía sus dudas sobre esa teoría de su padre.
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    —Yo no le dije que fuera ateo, señor, sino un librepensador. Quizá usted nunca se haya planteado la diferencia entre ambos términos. Como librepensador puedo creer en lo que quiera, y cuando quiera. Puedo confiarle a usted, dada su triste situación, a la protección de Dios esta noche, y mañana por la mañana creer que Dios no existe. Si fuera ateo me vería en la obligación de no creer, lo que impondría una injustificable restricción a mis pensamientos.
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