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Knjige
Renée Ahdieh

La rosa y la daga

  • Nicole Venegas Pradenasje citiraoпре 5 година
    —Pero tengo intención de quedarme… al final. —Sherezade alzó la barbilla con aire impetuoso—. De hecho, pretendo hacer mucho más que quedarme. Pretendo florecer. Una vez que rompamos la maldición. —Dejó que la frase se propagara por la enorme alcoba, retando a las paredes a que se levantaran y la desafiaran.
  • Fatiii :]]je citiralaпрошле године
    Con otra amplia sonrisa, Sherezade se acomodó junto a los seres más bellos del mundo: su marido y su hijo. El pequeño, recostado a su lado, era igual que Jalid, salvo por la nariz y las ondas revueltas, que había heredado de ella.

    Y salvo por la blanca cicatriz que surcaba la mejilla del califa.

    Una de las marcas de la noche en la que su padre había dado la vida por el amor de ambos. Una en la cara y otra en el corazón. Aquellas marcas que cada día le hacían sentirse agradecida por estar viva. Por compartir su vida con sus seres queridos.
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    Pues allí…, allí residía el verdadero poder. El poder que siempre había deseado.

    El poder de hablar sin palabras.

    El poder del amor.
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    Al contrario, se fue desmoronando al ver a su orgullosa hija destrozada ante él. Nunca la había visto así. Ni cuando su madre murió. Ni cuando tuvo que hacerse con el control de su casa porque él estaba hundido en la miseria. Ni siquiera cuando se llevaron a Shiva a palacio.

    No flaqueó ni una sola vez.

    Pero ahora se estaba desmoronando. Lo veía. Veía sus ojos resplandecientes. Oía sus sollozos apenados cada vez más fuertes.

    El corazón le dio un vuelco. Luego se le volvió loco en el pecho.

    No podía soportar ver así a su hija, nunca había pretendido herirla.

    A Sherezade no. A ella jamás.

    La sangre del califa se derramaba en su dirección. Hacia sus manos lacias en el suelo.

    Y entonces supo lo que debía hacer. Había memorizado cada hechizo de aquel valioso libro. Cada línea de texto que había traducido estaba grabada a fuego en su mente.

    ¿Y aquel hechizo?

    Sería el último. El mejor.
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    No. Al final sólo hay tiempo para el amor.

    Se tambaleó y cayó al suelo; la confusión le corría por el cuerpo en oleadas frías y calientes.

    La estancia enmudeció.

    El pánico se abrió paso en su pecho. Un dolor sin fin. Sabía que la herida era mortal. Vio borroso, pero la vista se le aclaró cuando la sangre caliente goteó a su lado. Oyó que Jalal derribaba al padre de Shezi y le arrancaba la daga de la mano de una patada.

    Todo el mundo en la tienda se quedó quieto. No se oía un alma.

    Jalid tomó a Sherezade de las manos y se las estrechó fuerte.

    Se iba.

    —¡No! —gritó Sherezade, y aferró el cuerpo que iba perdiendo la consciencia en el suelo ante ella. Vio cómo la sangre le manaba del pecho.

    Vio cómo Jalid jadeaba con la boca llena de sangre.

    Lo último que este vio fue su cara.

    Al final sólo había amor.

    Mucho más de lo que él merecía.
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    Jalid miró a Sherezade. Ella le devolvió la mirada, deleitándose por el modo en que él le dejaba divulgar el secreto mejor guardado de todos. El acuerdo al que habían llegado la noche anterior. Juntos.

    Sostuvo la mirada de su esposo.

    —Creo que Yasmina al Sharif sería una excelente sultana de Partia, mi rey.

    —Y yo, mi reina.
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    sintió una especie de satisfacción sombría al ver a Salim caer en manos de mujeres. Sobre todo en las manos de aquellas a las que había estado dispuesto a apartar a un lado o a utilizar como peones.

    Ya era hora de que aprendiera que sus hijas eran mucho más que objetos que podían utilizarse y desecharse a su antojo.
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    —Y vos no me engañéis, cobarde mentiroso…

    A Jalid le llamearon los ojos.

    —¿Cómo os atrevéis…?

    —Claro que se atreve, tío Salim —dijo una voz desde detrás de la celosía—. Por supuesto que se atreve.

    Los labios del califa se curvaron en una oscura sonrisa cuando Sherezade hizo su aparición. Iba vestida con ropas sencillas: un qamis color crema y unos pantalones sirwal gris pálido. El pelo ondulado le llegaba a los hombros e iba sin ningún adorno, salvo por la daga enjoyada de la cadera.

    Pero, como siempre, era una reina.
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    Salim Alí al Sharif tenía miedo de Jalid ben al Rashid.
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    Llevó las manos hasta el pelo mojado de su esposa. La furia anidó en su pecho cuando tocó las puntas disparejas. Puntas que apenas le rozaban el hombro.

    Puntas que delataban una violencia reciente. Un abuso a manos de Salim Alí al Sharif.

    —¿Estás enfadado? —susurró.

    Jalid controló su rabia.

    —Sí.

    Entonces alzó la mirada hasta él, con los ojos aún titilantes por las lágrimas.

    —¿Vas a hacérselo pagar?

    —Una y otra vez.

    Sherezade inspiró lentamente.

    —Tengo una idea. —Sus labios dibujaron una mueca ladeada—. Bueno, no es sólo mía. Y necesitaremos tu ayuda.

    —La tienes, joonam. Siempre.
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