A lo largo de esta cortísima novela, Zambra trabaja con el lenguaje de tal manera que, sin consignar el sufrimiento, produce sufrimiento, sin consignar la desazón, produce desazón, y logra que la historia, que al principio es casi ligera –dos estudiantes enamorados fuman marihuana, tienen sexo, intentan deslumbrarse con comentarios inteligentes sobre literatura, son moderadamente felices–, alcance una densidad angustiante