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Chuck Wendig

El libro de los accidentes

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  • Dianela Villicaña Denaje citiralaпрошле године
    Temía que sacarlo ahí fuera, de esa forma, sería… peligroso. Lo relacionaría con otras personas y, peor aún, lo mezclaría con sus vidas emocionales. Y eso era un territorio prohibido y arriesgado. Aún era joven, muy joven. Ella casi no estaba lista ni para dejarlo conducir, y mucho menos para dejar que se entremezclase con las miserias de otras personas
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    ella también había intentado todo lo posible para hacerlo regresar. Todos los días, desde que tallara los búhos, Maddie se había dedicado a crear nuevas puertas. Lo había intentado en lugares diferentes, en habitaciones diferentes, en el bosque, en la carretera. También con materiales diferentes: madera de árboles caídos, piedras de Ramble Rocks, pedazos de tela, huesos de un ciervo muerto que había encontrado en el bosque. Hasta había usado partes de la casa: tapicería, botones del radiador y grifos. También había pintado alguna de esas puertas. Unas las había hecho en las paredes de su casa, pero otras las había construido en el patio trasero, alzándose en mitad de la nada.
    Ninguna de ellas se abrió jamás.
    Solo llevaban hacia lo que se veía al otro lado. Una pared, el tronco de un árbol… o la nada. No a otros mundos
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    Me gustaría salir. Al mundo. Y puede que intentar ayudar a los demás. Descubrir si soy capaz de… eliminar todo lo malo que hay en sus vidas.
    —Extirparles el dolor.
    —S-sí…
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    Dios, qué listo es mi hijo. —Demasiado listo. Maddie deseó que no lo fuese. Lo hacía más vulnerable. Todas esas grandes ideas. Y ese gran corazón—. Joder.»
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    Gracias, mamá. —Oliver aflojó el abrazo y bajó la vista hacia el espacio que separaba los pies de ambos—. ¿Crees que sigue por ahí?
    —¿Tu padre? —Maddie respondió sin titubeo alguno—. Claro que sí. Estoy segura. No sé dónde. Ni tampoco cuándo. Pero lo conozco y sé que está por ahí y que hace todo lo posible por volver a casa
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    Este tipo de cosas siempre se las ingeniaban para no terminar, para quedarse rondando y pasar de una persona a otra. Amor y dolor, trauma y esperanza, luz y oscuridad. Dando vueltas y vueltas, algunas como obsequios y otras como maldiciones. La máquina que chirriaba en su propio eje. Un ciclo de algo creado, algo roto que con suerte se recompondría
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    Sintió una presencia detrás de él. El chico, su antiguo… amo. Ahora que recapitulaba sobre su relación con Jake, descubrió que había sido como el Renfield del Drácula que era él, ¿no? El rarito comemierda, que era más patético y penoso que un monstruo, ya que al menos los monstruos hacen lo que se supone que tienen que hacer. Pero Jed siempre había pensado que Renfield era mucho peor que Drácula. Y, en definitiva, en eso se había convertido. Jake había visto algo en él, había descubierto su debilidad. Lo había calado bien. Y después había usado eso para convertirlo en algo irreconocible
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    Los búhos golpearon al demonio igual que las avispas habían ido a por él ese día, uno a uno, pero sin ningún aguijón que clavarle. En lugar de eso, se abalanzaban con las garras por delante y arrancaban pedazos de esa cosa, coágulos de vísceras, partes de esa sombra. Después se marchaban con esos pedazos, aunque Oliver no tenía ni idea de adónde iban. Y volvían una y otra vez, sumidos en un inquietante silencio mientras despedazaban al demonio. Oliver era incapaz de quitarles ojo de encima a los búhos, que no estaban hechos de plumas y garras, sino de madera tallada por su madre y, en parte, por él mismo. Redujeron al monstruo pedazo a pedazo, hasta que acabaron con gran parte de él. Pero los búhos no fueron los que terminaron con él
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    Esa noche en el roquedal, Jake había acabado con vida, temblando, farfullando y destrozado. Oliver había dicho que lo habían «vaciado». Le explicó a Maddie que Jake había guardado el demonio en su interior durante tanto tiempo que sin él estaba perdido. Y el demonio también había terminado por depender de él. Le había dado forma, una vida, un propósito. Sin eso en su interior, no era más que un títere sin mano dentro
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    Ahora sí que lo entiendo. Eres un parásito. Una infección —dijo Oliver, aletargado—. El dolor y tú sois la misma cosa
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