En las grandes novelas siempre tenemos la sensación de que el escritor, en el momento en que la escribe, sabe tanto como pueda saber cualquiera a su alrededor, y está esforzándose por extraer sentido de lo que se percibe en algún punto de las terminaciones nerviosas cuando todavía no se percibe con la consciencia preclara. Cuando una novela nos da menos de lo que muchos de nosotros sabemos –y se contenta con lo que se le ha dado–, nos hallamos ante una escritura conservadora. Una escritura así –por inteligente que sea el autor, por excelente que sea su prosa– está más cerca del sentimentalismo que de la realidad. El lector siente que la obra peca de sentimentalismo porque las metáforas no son precisas: aproximadas pero no exactas. Para llegar a esas terminaciones nerviosas, una metáfora ha de ser exacta, no aproximada. La metáfora exacta es el oro del escritor.