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Nicolai Vasilievich Gogol,Aleksandr Pushkin,León Tolstoi,Nikolai Leskov,Anton Chéjov,Iván Turguenev,Fiódor Dostoievski

Un siglo de cuentos rusos

  • Viridiana Caballero Garcíaje citiraoпрошлог месеца
    Detrás del teatro chirría un violín; un gitano, a falta de tambor, tamborilea con los dedos en los labios; el sol se pone y el aire fresco de la noche meridional se desliza imperceptiblemente entre los prietos hombros y los bustos de las aldeanas.
  • Ivana Melgozaje citiralaпре 5 месеци
    Más que soñar con ella, su imagen le acompañaba a todas partes, como una sombra, y le vigilaba.
  • Ivana Melgozaje citiralaпре 5 месеци
    Pensaré en usted… no le olvidaré –decía–. Que el Señor le proteja. Adiós. No guarde un mal recuerdo de mí. Nos despedimos para siempre, así debe ser, ya que no debíamos habernos encontrado nunca. Bueno, que Dios le guarde.

    El tren se alejó deprisa, sus luces no tardaron en desaparecer y al cabo de un minuto ya no se oía nada, como si todo se hubiera puesto de acuerdo para poner término cuanto antes a ese dulce olvido, a esa locura. Solo en el andén, con los ojos fijos en la oscura lejanía, Gúrov escuchaba el canto de los grillos y el zumbido de los hilos telegráficos con una sensación extraña, como si acabara de despertar.
  • Ivana Melgozaje citiralaпре 5 месеци
    La completa ociosidad, esos besos recelosos y furtivos en pleno día, dados con el temor de que alguien pudiera verlos, el calor, el olor del mar y la visión constante de personas desocupadas, elegantes y satisfechas, parecían haberle regenerado
  • Ivana Melgozaje citiralaпре 5 месеци
    Las hojas estaban quietas en las ramas, se oía el chirrido de las cigarras; el ruido sordo y monótono del mar, que llegaba desde abajo, hablaba de sosiego, del sueño eterno que nos espera. Así era su rumor cuando ni Yalta ni Oreanda existían, así era ahora y así seguirá siendo, sordo y monótono, cuando nada quede de nosotros. En esa constancia, en esa total indiferencia a la vida y la muerte de cada hombre reside, quizá, la prueba de nuestra salvación eterna, del movimiento ininterrumpido de la vida sobre la tierra, de un perfeccionamiento constante.
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    aspiraba a una vida mejor; debe haber otra vida mejor, me decía. ¡Quería vivir! Vivir, vivir… La curiosidad me devoraba…
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    En la aldea, piensan, la gente es buena, pacífica, juiciosa, temerosa de Dios. Yelena Ivánovna también era apacible, bondadosa, dulce, ¡y daba tanta pena verla! ¿Por qué no se entendieron y por qué se separaron como enemigos? ¿Qué bruma les había ocultado lo más importante y sólo les había dejado ver los destrozos, las bridas, las tenazas y todas esas naderías que ahora, a la luz del recuerdo, parecían tan intrascendentes? ¿Por qué con el nuevo propietario vivían en paz y con el ingeniero no se habían llevado bien?

    Y todos callaban, incapaces de dar respuesta a esas cuestiones; sólo Volodia seguía farfullando.

    –¿Qué te pasa? –pregunta Rodión.

    –Vivíamos bien sin el puente… –dice Volodia con aire sombrío–. Vivíamos bien sin el puente y no lo pedimos… No nos hace falta.

    Ninguno de sus compañeros le contesta; todos siguen caminando en silencio, con la cabeza gacha.
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    El oficial de guardia levanta el extremo de la tabla, Gúsiev se desliza por ella, cae de cabeza, luego da una vuelta en el aire y ¡paf! La espuma lo envuelve; por un instante parece cubierto de encajes, pero al cabo de un momento el cadáver desaparece entre las olas.

    Se hunde rápidamente. ¿Alcanzará el fondo? Dicen que hay una profundidad de cuatro verstas. Cuando ha recorrido ocho o diez sazhens, el cuerpo ralentiza su caída, se balancea rítmicamente, como si vacilara y, arrastrado por la corriente, se desplaza más deprisa de lo que se hunde.

    Pero de pronto se topa en su camino con un banco de peces de los llamados pilotos. Al ver un cuerpo oscuro, los peces se detienen, como petrificados, y al punto se dan la vuelta todos a una y desaparecen. No ha pasado ni un minuto cuando, rápidos como flechas, se lanzan de nuevo sobre Gúsiev y empiezan a zigzaguear a su alrededor…

    Después aparece otro cuerpo oscuro. Es un tiburón. Con aire altanero y displicente, como si no hubiera reparado en Gúsiev, pasa por debajo del cadáver, que cae sobre su lomo; luego el escualo se da la vuelta y, con la panza hacia arriba, retoza en el agua tibia y transparente, abriendo con languidez su mandíbula con dos hileras de dientes. Los pilotos están embelesados; se detienen y contemplan la escena. Tras jugar con el cadáver, el tiburón acerca con desgana las fauces, roza cuidadosamente con los dientes la parte inferior, y la lona se desgarra a lo largo de todo el cuerpo, de la cabeza a los pies; una de las barras cae, asustando a los pilotos, golpea al tiburón en un costado y se hunde rápidamente.

    Durante ese tiempo, en la superficie, del lado de poniente, se amontonan las nubes; una de ellas parece un arco de triunfo, otra un león, una tercera unas tijeras… Por detrás de las nubes surge un ancho rayo verde que se extiende hasta la mitad del cielo; poco después aparece a su lado uno violeta, a continuación uno dorado, luego uno rosa… El cielo se vuelve de un lila suave. Al contemplar ese cielo espléndido y fascinante, el océano empieza a ensombrecerse, pero pronto adquiere unos colores delicados, alegres, apasionados, que apenas encuentran definición en el lenguaje de los hombres.
  • Ivana Melgozaje citiralaпре 5 месеци
    Arriba se extiende el cielo profundo, sereno, silencioso, las brillantes estrellas, igual que en la casa de la aldea; abajo reinan la oscuridad y el desorden. No se sabe para qué rugen las altas olas. Da lo mismo sobre cuál se pose la vista, todas tratan de sobrepasar a las demás, aplastándolas y rechazándolas; cada una de ellas, reluciente con su blanca cresta, se precipita sobre la anterior con estruendo, furiosa y horrible.
  • Ivana Melgozaje citiralaпре 5 месеци
    El vapor también tiene una expresión indiferente y cruel. Ese monstruo narigudo avanza y corta a su paso millones de olas; no teme a la oscuridad, ni al viento, ni a los espacios inmensos, ni a la soledad; no le importa nada, y, si el océano estuviera poblado de hombres, ese monstruo los aplastaría, sin distinguir tampoco a los santos de los pecadores.

    –¿Dónde estamos ahora? –pregunta Gúsiev.
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