Puertas demasiado pequeñas

Todo es cuestión de esperar. Esperar y controlar el dolor. Quedarse bien quieto para que el dolor no me llene los pensamientos. Entonces sí estaría perdido.

Esta puerta tiene un alambrito aquí…

Se agachó al pie de la placa de metal y metió los dedos debajo de la ranura. Jaló el alambrito y la puerta se abrió.

—Ahí está… ¿Ves? ¡Te digo que es mi reino!

El viejo fibroso, y por lo visto más fuerte que yo, me pasó el brazo por debajo de la axila para que me apoyara. Dimos media vuelta y me llevó en la dirección opuesta. Me dejé conducir algunas calles y cuando me sentí un poco más desentumido pude caminar por mi cuenta. Reconocí la zona. Me estaba guiando de vuelta a la casa de Horacio.

—No, oiga, yo ya no quiero volver ahí —me resistí—. No hay manera de entrar, y si espero a que alguien salga y me vuelven a ver los policías, ahora sí me meten a la grande.

—Espérate, hombre, ven.

Lo seguí hasta llegar a la entrada de los leones.